EL VIEJO Y EL SOL
Había vivido mucho.
Se apoyaba allí viejo, en
un tronco, en un gruesísimo
tronco, muchas tardes cuando el sol caía.
Yo pasaba por allí a
aquellas horas y me detenía a observarle.
Era viejo y tenía la faz
arrugada, apagados, más que
tristes los ojos.
Se apoyaba en el tronco, y
el sol se le acercaba primero,
le mordía suavemente los pies
y allí se quedaba unos
momentos como acurrucado.
Después ascendía e iba
sumergiéndole, anegándole,
tirando suavemente de él,
unificándole en su dulce luz.
¡Oh el viejo vivir, el
viejo quedar, como se desleía!
Toda la quemazón, la
historia de la tristeza, el resto de
las arrugas, la miseria de la piel roída,
¡cómo iba lentamente limándose,
deshaciéndose!
Como una roca que en el
torrente devastados se va
dulcemente desmoronando,
rindiéndose a un amor
sonorísimo,
así, en aquel silencio, el
viejo se iba lentamente
anulando, lentamente entregando.
Y yo veía el poderoso sol
lentamente morderle con
mucho amor y adormirle
para así poco a poco
tomarle, para así poquito a poco
disolverle en su luz,
como una madre que a su
niño suavísimamente en su
seno lo reinstalase.
Yo pasaba y lo veía. Pero a
veces no veía sino un
sutilísimo resto. Apenas un levísimo encaje
del ser.
Lo que quedaba después que
el viejo amoroso, el viejo
dulce, había pasado ya a ser la luz
y despaciosísimamente era
arrastrado en los rayos
postreros del sol,
como tantas otras
invisibles cosas del mundo.
Vicente Aleixandre
Cuadro: "Hojas de otoño" de Miguel Oscar Menassa
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