UNA TARDE CUALQUIERA
Por
contar esta historia nadie podrá denunciarme
y
sin embargo aún la recuerdo.
Acabábamos
de hacer el amor, comencé a sonreír
y…
¡espera, espera!
Salió
corriendo hacia mi despacho jadeante y descalza,
volvió
con papel, bolígrafo, cerillas de madera
y
mi pipa de cedro irlandés.
¡Escríbelo,
escríbelo!
Yo
encendía la pipa y doblaba las hojas apoyándome
sobre
un libro de cuentos que me había regalado.
¡Estoy
mareada, estoy muy sensible, eso que haces choca en mí contra un tope!
¿tú
lo notas?
Ella
hablaba susurrándome al oído temblorosa y despeinada.
No
le prestaba atención, recordaba esos vaivenes
de
su cuerpo sobe el mío abatido en la cama,
aplastado
por la noria de sus movimientos,
deslizándose
como un acordeón de dúctiles paredes,
enroscándose
a la cintura, abrasando mi pecho a besos,
girando
novena grados sobre el vientre
mirando
a la ventana que daba al mar.
A
ella le gustaba hacer el amor de esa manera,
sentada
en cuclillas dándome la espalda
y
plegada sobre sí misma en una especie de zeta
que
absorbía todos los jugos corporales y
deshidrataba
hasta el último rincón de mi sed de amor.
Yo
elevaba las caderas,
ella
se agarraba furiosa a mí… decía para no caerse.
La
izaba al aire y ella caía cada vez más abierta
a
mi verga endurecida con aromas de diosas
y
brava como el viento de ultramar.
¡No
puedo más, no puedo más!,
gritaba
y susurraba canciones de protesta
y
caían de sus cabellos plumas de pasión
y
las escamas de su vientre creaban unas con otras
melodiosos
ruidos que acompañaban el ronroneo del somier.
Mientras
escribía, seguía mirándome temblorosa y desnuda,
jugando
con sus manos entre mis muslos abiertos.
¿Te
doy un masaje? Es muy bueno para la piel
y
revitalización del tono intestinal,
lo
he leído en una revista en la “pelu”. ¡Ya verás!
No
le respondía, sabía que lo haría con placer
y
me hacía sentir como un árabe rodeado de palmeras.
Volvía
a encender la pipa y continuaba escribiendo,
más
empezaba a notar, fruto de sus masajes
un
calor cuando rodeando el surco balano prepucial
de
forma tangencial y precisa empezó a deglutirme
y
creí morir… Pensé que es una tontería fallecer
justo
en ese momento, dejé de escribir
y
cayéndonos en la alfombra llena de libros
comencé
a contarle una historia:
“Conocí
una vez a dos mujeres que inventaban
en
mis sueños siempre una nueva historia,
me
regalaban verbos y me hacía bailar de acento.
Yo
remarcaba oblicuo, cercano a ellas, sin rozarlas
cada
vocal abierta de sus caderas,
los
lomos del viento cruzando en zigzag sus pechos,
cayendo
a bocados en vírgenes colores,
mientras
abría sus piernas en columpios de atardeceres.
Una
leía poemas sentada en el suelo,
la
otra dibujaba acentos en cada gutural sonido,
en
el gemido de mi cuerpo sordo bailando,
transformándome
en rasgo, apenas tilde del desencuentro”.
Aquella
noche, víspera del regreso a mi país,
cambié
su rostro de siempre,
tiré
a la papelera hojas y tabaco añejos.
Ella
secó de lágrimas su cuerpo sobre el mío
y
le hice el amor como se ama a una mujer,
abarcándola
en cada movimiento,
acompasando
cada latido con briosos envites al vacío,
rescatándola
de golpe contra la nada,
dejándome
arrastrar como un él, como una ella,
confundido,
desvariado, firme en la cima,
ondeando
la piel, aspirando en cada grito y jadeo
de
su voz toda la muerte y volviendo sobre
los
puntos suspensivos desvirgándome ajeno a mí,
escribiendo
en su piel y rostro, aquella tarde.
Decidió
contarme su secreto, nunca había gozado,
no
sabía volar y aterrizando en jirones de color,
se
crispó en túneles sin paredes, abrió el manjar.
De
ella tomé lo que corresponde,
palabras
sin acentuar durante siglos,
mirada
sin lágrimas en la voz del deseo
y
aquella historia enmarcando el silencio.
Esta
vez el viaje es camino y huella,
fue
botón de destrucción
será
hoja de rocío, agua del mañana y sencillo remolino.
Carlos
Fernández del Ganso