LA PIEL, ESA DISTANCIA DE LAS PALABRAS
Como
fiera apacible y salvaje
abarcaba
sin
tocarla
siempre
la cintura,
ese
lugar donde dividirla
en
pedazos frágiles
y
mirándole
lentamente a la boca
besar
sus ojos de color cambiante
según
cantara el viento.
Bailábamos
a escondidas,
entre
la multitud,
porque
sabíamos
que
el sol, giraba nuestros pasos
marcando
un silencio de destino.
Y
nunca, ese era el juego,
nos
hablábamos
sin
escribir al menos cien poemas
sespués
de crear sumergidos
algún
maremoto.
Nuestros
encuentros, eran
--como
pueden comprender—
largos
y esperados,
taciturnos
y atolondrados
como
amor de continentes separados.
Amábamos
la distancia,
esa
precisa medida
de
la puntuación.
Escrupulosos,
calculábamos en duras
conversaciones
con el diccionario
un
acento tendido
al
sol y después inventábamos
cualquier
palabra:
trapecio de
costado
o sombra de
laurel.
Conocíamos
algún secreto,
por
eso moríamos por morir
en
cada frase
y
reíamos futuros encuentros.
Nos
encontramos, recuerdo,
la
primera vez en un desván,
un
viejo desván de madera y suelo crujiente
a
cuerpos alborotados
por
la pasión.
Aún
crepita
aquel
amor.
Ella
jugaba con mis arrugas pronunciadas
de
sabiduría torpe
yo,
joven a su lado
con
el borde de los labios
lamía
de soslayo sus pechos,
sin alcanzar de areola sus pezones
erguidos,
insolentemente
hermosos
mirando
altos la sed de todos los dioses.
De
mirada altiva
y
quebrada sonrisa, cual
mujer
lenta y precisa de belleza,
me
buscaba siempre en la sombra
a
baja temperatura,
para
hacerme crecer entre sus manos
al
calor de sus versos.
Truhán
y mentiroso de años
cruzaba
despacio los rincones
esperando
seguirla en sus quiebros.
Éramos
grandes bailarines del eco,
una
sílaba alcanzaba
para
mantener el fuego,
una
frase, inventaba nuevas historias:
¡me
lo debes!
y
seguía escribiendo para esconder sus labios
en
versos,
su
cintura en estrofas
y
mentirle de amor un nuevo baile.
Un
día de otoño cálido
--no
recuerdo el continente—
nos
encontramos para olvidar
y
ahí, comenzó un nuevo verso.
Leía
lento mis poemas y
ella
besaba mis manos inquietas,
rozándome
las mejillas
en
un gesto de amor.
Y
cuando me pedía que la poseyera,
acariciando
las hojas de sus poemas
y
en voz alta,
cruzaba
milenios de relámpago y
atronaba
junto a sus sienes
a
todos los poetas en una conjunción.
¡Calla, calla! Y ámame decía
y
entonces cerraba todos los libros,
gritaba
de memoria un verso
inventado
al azar,
un
verso de aire y fuego
que
nadie jamás escribiría.
Carlos
Fernández del Ganso
De
“Diván de sueños”
Coordinador de los talleres de poesía Grupo Cero en Alcalá de Henares
Integrante de la Escuela de Poesía Grupo Cero en Madrid