EL OFICIO DE VIVIR
No suelo llorar.
Últimamente es mi corazón
quien se abraza a mis
costillas
y me deja en la boca y la
garganta
un gusto a lágrima;
la humedad es entonces un
sabor en mi lengua
o la necesidad de protegerme
del resplandor
y no dejar que la herida
profunda
pueda más que la vida
demandándome que exista.
A ras de los días crece
ese lago secreto
con sus estalactitas y
estalagmitas
sus caracoles lentos
la línea cristalina de sus
reflejos
en las que, al entrecerrar
los ojos,
imagino ciudades espléndidas,
el país que pudo haber sido,
las vidas alternas que
tuve al alcance de mis manos
y que se marcharon al
trote de una sola decisión.
¿Cuánto que pude haber
sido, no fui?
¿Cuánto que aún podría ser
no soy?
¿Qué cuentas me doy a mí
misma por mis concesiones,
la piedra que no lancé, el
NO que se quedó atrapado
entre los dientes?
¿Quién he de ser?
¿La que cruza los días
sobre cuidadosamente construidas razones
o la que se pasea al
interior de la cueva oculta
preguntándose si es suya
la sustancia de su cuerpo
o pertenece a ojos ajenos
empecinados
en mirar el espejismo que
justifique
su amor o su desprecio?
Uno se pasa la vida atreviéndose
a ser;
ese atrevimiento humano es
el diente que se clava en mi ternura
y me hace amar la
fragilidad de la creación.
Pues cierto es que el
emerger del recinto interior
iluminados o temblando por
la zozobra de una convicción
nadie puede avisarnos
si sobreviviremos o
pereceremos en el intento.
Así de arduo es este
hermoso oficio de vivir
porque el tiempo es nuevo
cada día
y aborrece las
repeticiones.
Gioconda Belli
Cuadro de Pierre Auguste Renoir