LA LUNA
Cuenta la historia que en
aquel pasado
tiempo en que sucedieron
tantas cosas
reales, imaginarias y
dudosas,
un hombre concibió el
desmesurado
proyecto de cifrar el
universo
en un libro y con ímpetu
infinito
erigió el alto y arduo
manuscrito
y limó y declamó el último
verso.
Gracias iba a rendir a la
fortuna
cuando al alzar los ojos
vio un bruñido
disco en el aire y
comprendió, aturdido,
que se había olvidado de
la luna.
La historia que he narrado
aunque fingida,
bien puede figurar el maleficio
de cuantos ejercemos el
oficio
de cambiar en palabras
nuestra vida.
Siempre se pierde lo
esencial. Es una
Ley de toda palabra sobre
el numen.
No la sabrá eludir este
resumen
de mi largo comercio con
la luna.
No sé dónde la ví por
primera,
si en el cielo anterior de
la doctrina
del griego o en la tarde
que declina
sobre el patio del pozo y
de la higuera.
Según se sabe, esta
mudable vida
puede, entre tantas cosas,
ser muy bella
y hubo así alguna tarde en
que con ella
te miramos, oh luna
compartida.
Más que las lunas de las
noches puedo
recordar las del verso: la
hechizada
dragon moon que da horror
a la balada
y la luna sangrienta de
Quevedo.
De otra luna de sangre y de
escarlata
habló Juan en su libro de
feroces
prodigios y de júbilos
atroces;
otras más claras lunas hay
de plata.
Pitágoras con sangre
(narra una
tradición) escribía en un
espejo
y los hombre leían el
reflejo
en aquel otro espejo que
es la luna.
De hierro hay una selva
donde mora
el alto lobo cuya extraña
suerte
es derribar la luna y
darle muerte
cuando enrojezca el mar la
última aurora.
(Esto el Norte profético
lo sabe
y tan bien que ese día los
abiertos
mares del mundo infestará
la nave
que se hace con las uñas
de los muertos.)
Cuando, en Ginebra o Zürich,
la fortuna
quiso que yo también fuera
poeta,
me impuse, como todos, la
secreta
obligación de definir la
luna.
Con una suerte de
estudiosa pena
agotaba modestas
variaciones,
bajo el vivo temor de que
Lugones
ya hubiera usado el ámbar
o la arena,
de lejano marfil, de humo,
de fría
nieve fueron las lunas que
alumbraron
versos que ciertamente no
lograron
el arduo honor de la
tipografía.
Pensaba que el poeta es
aquel hombre
que, como el rojo Adán del
Paraíso,
impone a cada cosa su
preciso
y verdadero y no sabido
nombre,
Ariosto me enseñó que en
la dudosa
luna moran los sueños, lo inasible,
el tiempo que se pierde,
lo posible
o lo imposible, que es la
misma cosa.
De la Diana triforme
Apolodoro
me dejo divisar la sombra
mágica;
Hugo me dio una hoz que
era de oro,
y un irlandés, su negra
luna trágica.
Y, mientras yo sondeaba
aquella mina
de las lunas de la mitología,
ahí estaba, a la vuelta de
la esquina,
la luna celestial de cada
día.
Sé que entre todas las
palabras, una
hay para recordarla o
figurarla.
El secreto, a mi ver, está
en usarla
con humildad. Es la
palabra luna.
Ya no me atrevo a macular
su pura
aparición con una imagen
vana;
la veo indescifrable y
cotidiana
y más allá de mi
literatura.
Sé que la luna o la palabra
luna
es una letra que fue creada
para
la compleja escritura de
esa rara
cosa que somos, numerosa y
una.
Es uno de los símbolos que
al hombre
de el hado o el azar para
que un día
de exaltación gloriosa o
de agonía
pueda escribir su
verdadero nombre.
Jorge Luis Borges
Cuadro: "Amanecer" de Claude Monet