LA
TIERRA
I
A
veces te siento en las entrañas como una dentellada
clamando
la suela de mis zapatos por tus hileras;
a
veces la lejanía se me clava en las venas
demandando
la sonrisa allí nutrida en los recovecos de la infancia;
a
veces tiras de mí, tierra mía, como si un desgarro abriera los abismos,
en
el tronco de las desdichas.
Aún
retumba el silbido de aquel tren que partiera
a
tierras lejanas donde el mar rompe estruendos de dolor;
aún
relumbra el cielo estrellado de aquella noche
mientras
se perdía entre las hojas de un débil
otoño en la llanura.
El
canto de las golondrinas se alejaba cuando
las
llantas de los raíles rechinaban tras las cumbres;
sabias
ellas, no volverían.
Al
pasar de los estíos, siento el frescor del alba empuñando hoces
dispersando
frutos entre los valles.
Debo
volver siempre sobre las huellas
cada
solsticio, abriendo espumas entre los ruiseñores.
No
puedo olvidar el seno, sin dejar el camino a la intemperie
de
muecas trazadas entre zarzamoras.
Agreste
como ninguna dejaste en mí el destino,
incrustado
en cada hoja de papel escrita entre oropeles
simulados,
en la gran ciudad alejada de tu entraña.
Pintoresca
en tu paisaje fijaste el eco de una dulzaina
alrededor
de comensales intrusos, galardonando mi lecho.
Pero
tu olor a verano me invade cada primavera
reclamando
el paseo furtivo bajo alamedas discontinuas,
llevando
de la mano nuevas voces al canto entre peñas
que
elevan salmos a concilios armonizados.
II
Casi
no queda nadie, pero tus calles están llenas de vida,
en
cada esquina una sonrisa quedó dibujada;
el
sauce sigue añorando la voz de la sabiduría,
tus
calles siguen habitadas por las huellas de un padre
que
negó su creencia tras la barra incendiaria
y
una madre hilando encajes de escaparate.
Casi
no queda nadie pero tu entraña me declama,
me
arranca de la lejanía como un tornado,
me
recuerda que otras ramas siguen contoneando
por
tus correderas, tras la muralla siempre sublime.
Que
el poeta dejó huella imborrable en papiro inagotable
y que su grave voz
aún se oye entre las gentes.
Aunque
mis pies caminan por otras orillas
aunque
mis manos bordan otros parajes
y
trazan líneas en otras cuartillas
soy
forastera.
Aunque
pasen mil años en otro lugar, mi siembra no fructifica
aunque
pinte de colores los días, sigo siendo extraña.
Los
ojos de las gentes me miran detallando otra senda
sin
tender el brazo, y sin embargo siento tus brazadas
llegar
a la puerta,
cada
vez que una copla lejana arrancada del eco
empaña
el cristal con la escarcha del frío invierno,
olvidando
los sueños depositados en la almohada
robada
al fuego estelar.
Mis
alas, aunque lejanas, siempre llanean
entre
fortalezas escudriñadas a la templanza
emanada
por la orillas del río en el cruce de caminos
con
destino hacia cumbres llorando al mar.
Quizás
porque mi retina lo primero que vio
la
alameda altiva frente al zaguán marcando pasos de romanza.
Quizás
porque el murmullo contra las piedras
agua
venida de altas peñas, compusiera la
nota inolvidable.
O
quizás porque la luciérnaga alumbraba las noches sin luna
escondida
en los jarales.
No
puedo retornar sin haber empuñado un trozo de ti
Que
me abrigue el otoño esperanzado tras los días
que
retoñan los avellanos de la ladera del monte
y
los frutos para el camino;
no
puedo alejarme sin haber contemplado una vez más
el
rojo poniente apagando las tardes estivales
que
en tu faz tienen diferente color.
III
Quise
huir en un tiempo de siembra engatusada
y
quise cambiar los horizontes maltrechos de un semblante adoquinado
por
la furia incorregible de imberbes sucumbiendo en pautas
en
pos de charangas al viento clamando la belleza
perdida
entre los barrotes de la soledad urdida
en
las raíces del ocaso peregrinaje tras sierras empinadas
alejando
almas a destierros desatinados.
Pero
no puedo congelar la savia de mis venas
ni
puedo borrar la efigie dimanada de tus vergeles
en
el espejo de cada mañana
Gloria
Gómez Candanedo