VEO A LOS MUCHACHOS DEL VERANO
I
Veo a los muchachos del
verano en su ruina
convertir en eriales los
dorados rastrojos,
desdeñar las cosechas y
congelar los suelos;
y allí, en su ardor, el
invernal diluvio
de amores escarchados,
persiguen a las niñas,
y echan en sus mareas los
sacos de manzanas.
Los muchachos de luz en su
locura, coagulan lo que tocan,
agrian la miel hirviente;
hurguetean los muñecos de
escarcha en las colmenas;
allí en el sol, frígidas
hebras
de oscuridad y duda, ellos
nutren sus nervios
y el signo de la luna,
nada es en sus vacíos.
Veo a los muchachos del
verano en el vientre materno
rasgar hacia la luz la atmósfera
del útero,
dividir noche y día con
pulgares de duende;
allí, desde lo hondo, con
sombras seccionadas
de sol y luna ellos pintan
sus dársenas
mientras les pinta el sol
los cascos de la frente.
Sé que de esos muchachos
han de surgir hombres de nada
hechos por la transformación
de las semillas,
o han de lisiar el aire
saltando de sus llamas,
desde sus corazones, cuando
el pulso candente
del amor y la luz estalle
en sus gargantas.
Oh, ved el pulso del
verano en el hielo.
II
Pero las estaciones deben
ser desafiadas o se tambalearán
en algún cuarto de hora
repicante
donde, como una puntual
muerte hacemos tintinear las
estrellas;
esa noche en que el
invierno soñoliento
les tira de la negra
lengua a las campanas
y no se atreven a chistar
siquiera
los vientos de la luna y
de la medianoche.
Somos los oscuros negadores,
exorcicemos a la muerte
en la mujer colmada de
verano,
arrojemos la vida
musculosa de los amantes que se crispan,
y de los muertos limpios
que hace fluir el mar
echemos al gusano de ojos
brillantes en la linterna de Davy,
y del vientre preñado
quitemos el muñeco de paja.
Nosotros, muchachos del
verano en esta red de cuatro vientos,
verdes por el hierro de
las algas,
levantemos al bullicioso
mar y arrojemos sus pájaros,
alcemos la bola del mundo
llena de olas y espuma
para ahogar los desiertos
con sus mareas
y trenzar los jardines del
condado.
En primavera ornamentamos
nuestra frente.
Vivan las bayas y la
sangre,
y crucificamos a los
alegres señores en los árboles;
Aquí el húmero músculo del
amor se aja y muere,
aquí estalla un beso en
una cantera sin amor.
Oh ved en los muchachos
los polos de la promesa.
III
Yo os veo, muchachos del
verano, en vuestra ruina.
El hombre en el desierto
de su larva.
Y los muchachos son plenos
y ajenos en la bolsa.
Soy el hombre que vuestro
padre fue.
Somos hijos del pedernal y
de la brea.
Oh, ved cómo se besan los
polos que se cruzan.
Quise acrecentar la
estatura de mi carne
hasta dejarla sin
apariencia de hombre, en actitud de roca
erguida contra lo que
amenace destrucción.
Una de esas montañas
oscuras
que únicamente aclaran al
crepúsculo,
y retenerte allí por un
momento, ¡oh, sed de mis tinieblas!,
consumando nuestra unión
en las alturas más solas,
en ese instante de
contricción y aniquilamientos dinásticos
en que desparece el último
sol sobre las cumbres.
Quise entregarte mis vacíos
por donde a veces cruzan
islas como veloces barcas
que a bordo llevan
tripulación de nubes,
rojas espumas de calientes
mostos
y ecuatorial repercutir de
cánticos.
Yo soy el capitán de esas
naves corsarias,
atormentadamente
fugitivas.
¡Qué puede mi entusiasmo y
qué mi espíritu
contra este mar de horror
en que navego!
En las orillas crecen
grupos de cocoteros y de plátanos
que dan al aire su explosión
de vida.
Pero yo soy el capitán
sombrío
que estandartes de cólera
acaudilla.
Perdí mi amor más alto al
desterrarte
lejos de mí a nocturnos
archipiélagos,
y allá voy entre gritos de
soberbia,
como barco sin brújula a
estrellarme
contra los arrecifes de la
muerte.
Tú pudieras alzarme a tu
espejismo
donde abundan esteros y
coronas.
Restituirme al centro de
mis imaginaciones puras
y disminuir este clamor
que me hace trepidar
como al zócalo de una metrópoli
martirizadas,
donde murieron vírgenes y
atletas campeones.
A pesar de ti otro hermético
mundo me llama.
A él subo a contemplar
como un conquistador olvidado,
banderas derrotadas y
llanuras ya sin ejércitos,
desde un monte casi humano
que recibe
y transforma en insignia
de su angustia,
la soledad del último sol
sobre las cumbres.
A pesar de ti otro hermético
mundo me nombra.
Yo lo escucho movilizarse
en torno
de mi silencio andino,
con mi sagacidad de bestia
acostumbrada
a oir la evolución de
hundidas formas
y el ruido de las larvas
apoderándose de os muertos.
Ese ha sido mi estrago:
separarme
de lo más puro y explorar
abismos,
para volver del fondo de
mi infierno
con aridez de corrosivas
marcas.
Acércate a mis líquidos derrumbes
y probarás la sal de las
marismas.
Óyeme hablar y sentirás el
vértigo
de las constelaciones que
interrogo.
Mírame al centro de los
ojos verdes
y encontrarás el odio del
pantano.
No soy del orbe tuyo en
que sazonan
continentes de trigos y
naranjas.
Soy de la oscuridad, de lo
más hondo
del frenético piso
americano,
y si aclara en mí espíritu
es con todos
los desórdenes y los
desequilibrios
de un cielo huracanado
cuando baja
el últimos sol sobre las
cumbres.
Dylan Thomas
Gran Bretaña 1914
Cuadro: "Observando la experiencia" de Miguel Oscar Menassa