EN DONDE LA MEMORIA ES UNA TORRE
EN LLAMAS
No, ninguna caída logró
trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre
con ascuas arrancadas de cada
infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo
pronunció ningún nombre con su
boca de arena
porque de grada en grada
un lenguaje de fuego los levantó
hasta el cielo.
Nadie se muere aquí.
Una criatura vela
envuelta entres sus plumas
de ángel invulnerable
jugando con ayer
convertido en mañana.
Vuelve a escarbar con un
trozo de espejo los terrenos
prohibidos, la oscuridad
sin nombre todavía,
para entregar a cada huésped
la llave al rojo vivo que abrirá
cualquier puerta hacia
este lado,
una consigna de
sobreviviente
y las semillas de su
eternidad
-un áspero alimento con un
sabor a sed que nunca cesa-.
Nadie se pierde aquí.
A la entrada de cada
laberinto
la adolescente aguarda con
un ovillo sin fin entre las manos.
Otra vez del costado donde
perdura el eco,
una vez más el lado que se
abre como un faro hacia la
soledad,
hay un hilo que corre
solamente desde siempre hasta nunca,
que ata con unos nudos
invencibles las ligaduras de la
separación.
Con ese mismo hilo tejía
sus disfraces de araña la impostura
y el estrangulador, noche
tras noches, preparaba su lazo mejor
para mañana.
Pero ella sonríe aún detrás
de su cristal de azul melancolía
escribiendo sobre el vaho
de las nuevas traiciones las más
viejas promesas
con un tizón ardiendo,
para que nadie pierda la señal,
para que a nadie borre ni
siquiera el perdón.
Nadie sale de aquí.
Yo convierto los muros en
ansiosas hogueras que alimento
con sal de la nostalgia,
con raíces roídas hasta el
frío del alma por la intemperie
y el destierro.
Yo cierro con mis ojos
todas las cerraduras.
No hay grieta que se
entreabra como en una sonrisa para
burlar la ley,
ni tierra que se parta en
la vergüenza,
ni un portal de cenizas
labrado por la cólera, el sueño o el
desdén.
Nada más que este asilo de
paso hacia el final,
donde siempre es ahora en
todas partes al sol de la vigilia,
donde los corredores
guardan bajo sus alas de ladrones de
adiós a todo mensajero del
destino,
donde las cámaras de las
torturas se abren en una escena de
dicha o infortunio que
ninguna distancia consigue
restañar,
y por cada escalera se
asciende una vez más hasta el fondo
de la misma condena.
Ésta es la torre en llamas
en medio de las torres fantasmas
del invierno
que huelen a guarida de
una sola estación,
a sótano cerrado sobre
unas aguas quietas que nadie quiere
abrir.
A veces sus emisarios
vienen para trocar cada cautivo
ardiente por una sombra en
vuelo.
Entonces oigo el coro de
las apariciones.
Llaman áridamente igual
que una campana sepultada.
Zumban como un enjambre
elaborando para mi memoria
un ataúd de reina helada
en el exilio.
Mis días en los otros ua
no son nada más que una semilla
seca,
un hilo roto,
la irrevocable momia del
olvido.
Olga Orozco
Cuadro: "Nacimiento del fuego" de Miguel Oscar Menassa
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