VECINO DE LA MUERTE
Patio de
vecindad que nadie alquila
igual que un
pueblo de panales secos;
pintadas de
recuerdos y leche las paredes
a mi ventana
emiten silencios y anteojos.
Aquí entro:
aquí anduvo la muerte mi vecina
sesteando a
la sombra de los sepultureros,
lamida por la
lengua de un perro guarda-lápidas;
aquí, muy
preservados del relente y las penas,
porfiaron los
muertos con los muertos
rivalizando
en huesos como en mármoles.
Oigo una voz
de rostro desmayado,
unos cuervos
que informan mi corazón de luto
haciéndome
tragar húmedas ranas,
echándome a
la cara los tornasoles trémulos
que devuelve
en su espejo la inquietud.
¿Qué queda en
este campo secuestrado,
en estas
minas de carbón y plomo,
de tantos
enterrados por riguroso orden?
No hay nada
sino un monte de riqueza explotado.
Los
enterrados con bastón y mitra,
los altos
personajes de la muerte,
las niñas que
expiraron de sed por la entrepierna
donde jamás
tuvieron un arado y dos bueyes,
los duros
picadores pródigos de sus músculos
muertos con
las heridas rodeadas de cuernos:
todos los
destetados del aire y el amor
de un polvo
huésped ahora se amamantan.
¿Y para quién
están los tercos epitafios,
las alabanzas
más sañudas,
formuladas a
fuerza de cincel y mentiras,
atacando el
silencio natural de las piedras,
todas con
menoscabos y agujeros
de ser
ramoneadas con hambre y con constancia
por una
amante oveja de dos labios?
¿Y este
espolón constituido en gallo
irá a una
sombra malgastada en mármol y ladrillo?
¿No cumplirá
mi sangre su misión: ser estiércol?
¿Oiré cómo
murmuran de mis huesos,
me mirarán
con esa mirada de tinaja vacía
que da la
muerte a todo el que la trata?
¿Me asaltarán
espectros en forma de coronas,
funerarios
nacidos del pecado
de un cirio y
una caja boquiabierta?
Yo no quiero
agregar pechuga al polvo:
me niego a su
destino: ser echado a un rincón.
Prefiero que
me coman los lobos y los perros,
que mis
huesos actúen como estacas
para atar
cerdos o picar espartos.
El polvo es
paz que llega con su bandera blanca
sobre los
ataúdes y las cosas caídas,
pero bajo los
pliegues un colmillo
de rabioso
marfil contaminado
nos sigue a
todas partes, nos vigila,
y apenas nos
paramos nos inciensa de siglos,
nos reduce a
cornisas y a santos arrumbados.
Y es que el
polvo no es tierra.
La tierra es
un amor dispuesto a ser un hoyo,
dispuesto a
ser un árbol, un volcán y una fuente.
Mi cuerpo
pide el hoyo que promete la tierra,
el hoyo desde
el cual daré mis privilegios de león y nitrato
a todas las
raíces que me tiendan sus trenzas.
Guárdate de
que el polvo coloque dulcemente
su secular
paloma en tu cabeza,
de que incube
sus huevos en tus labios,
de que anide
cayéndose en tus ojos,
de que habite
tranquilo en tu vestido,
de aceptar
sus herencias de notarías y templos.
Úsate en
contra suya,
defiéndete de
su callado ataque,
asústalo con
besos y caricias,
ahuyéntalo
con saltos y canciones,
mátalo
rociándolo de vino, amor y sangre.
En esta gran
bodega donde fermenta el polvo,
donde es
inútil injerir sonrisas,
pido ser
cuando quieto lo que no soy movido:
un vegetal
sin ojos ni problemas,
cuajar,
cuajar en algo más que en polvo,
como el sueño
en estatua derribada;
que mis
zapatos últimos demuestren ser cortezas,
que se
produzcan cuarzos de mi encantada boca,
que se apoyen
en mí sembrados y viñedos,
que me
dediquen mosto las cepas por su origen.
Aquel
barbecho lleno de inagotables besos,
aquella
cuesta de uvas quiero tener encima
cuando
descanse al fin de esta faena
de dar
conversaciones, abrazos y pesares,
de cultivar
cabellos, arrugas y esperanzas
y de sentir
un yunque sobre cada deseo.
No quiero que
me entierren donde me han de enterrar.
Haré un hoyo
en el campo y esperaré a que venga
la muerte en
dirección a mi garganta
con un
cuerno, un tintero, un monaguillo
y un collar
de cencerros castrados en la lengua,
para echarme puñados de mi
especie.
Miguel Hernández