HOJAS
CAÍDAS
A
los primero vientos del Otoño
las
amarillas hojas se columpian
entre
los huecos que dejó el follaje
al
perder su verdor y su espesura.
Y
van cayendo; ráfagas ligeras
del
árbol las desprenden una a una,
o
en recia sacudida
hienden
el aire como espesa lluvia.
El
suelo cubren cual crujiente alfombra;
las
pisa planta ruda,
y
parece que exhalan un gemido
al
verse holladas en la tierra dura.
¡Ellas,
antes mecidas por las auras,
besadas
por el sol y por la luna
en
la alta copa que adornó el espacio
como
oscilante cúpula;
ellas,
que, en juventud, al árbol dieron
su
pompa y hermosura,
y
abrigaron cual madres cariñosas,
la
flor temprana, la naciente fruta;
ellas,
que dieron sombra al caminante
y
al ave blanca cuna,
y
a los desiertos campos sus rumores,
y
a los cálidos aires su frescura!
Más
llegó la vejez, llegó el invierno,
y
pálidas y mustias,
como
tristes despojos de la vida
las
llevará del huracán la furia.
Ya
giran en revuelto remolino,
se
alejan o se juntan,
y
al hallar un momento de reposo,
se
despiden, quizás por la vez última,
No
verán más sus árboles queridos:
ya
el aire las empuja,
y
revolando irán, lejos, muy lejos,
¡para
no volver nunca!
¿Adónde,
adónde irán? En varia suerte,
del
viento esclavas, por distintas rutas,
y
en rápido tropel luego esparcidas,
caminarán
a su ignorada tumba.
Subirán
unas a la enhiesta cumbre,
bajarán
otras a la sima obscura;
a
unas arrastrará raudo el torrente,
otras
irán del mar en las espumas,
y
en las aguas perdidas, o en el polvo,
no
dejarán al fin huella ninguna.
¡Pobres
hojas caídas,
os
miro con piedad y con angustia;
vuestro
fin lastimoso me presenta
del
humano existir la copia justa!
También
somos los seres
débiles
que el destino impulsa,
y
arrastran las pasiones
por
sendas varias, entre horribles luchas.
Al
cerrar para siempre nuestros ojos
a
la luz de ese sol que nos alumbra,
nuestro
fin es igual, ¡oh pobres hojas!:
desparecer…
morir… no volver nunca.
Mercedes
de Velilla