LA
ARENA
Blanca,
consumida por la alquimia y la sal,
tendida
en su lecho virgen las alas de la luna
deja
caer su velo de novia
para
cubrir al señor de los náufragos.
Y
no olvides que también es mortaja.
Tortúrame,
arena, con el auto de fe del sol en la bahía, arráncame frene al océano mi última
confesión.
Labios
sin dogma
al
pie de la escollera de terribles piedras donde
el
mar estalla.
Vienes
de muy lejos como la sangre,
tu
amor seduce ciertas almas,
giran
en el viento,
asumen
el temblor del cangrejo acosado en su cueva.
Tu
tesoro son conchillas trizadas y tu leche es árida
como
hueso. Despojos
de
la sístole y la diástole del salvaje corazón marino.
Sedienta
del agua que te castiga brilla como un incendio
el
oro de tus caderas de odalisca.
Tumba
o promesa de grandes placeres de la
intemperie,
pero tan pérfidamente seductora
para
que alguien, sobre tu superficie, reverberante y unánime,
escriba
con un dedo la palabra “adiós” y un nombre
que
se
borra.
Enrique
Molina
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