El escritor que tiene todo lo que ambiciona
no puede ser poeta.
Miguel Oscar Menassa
LOS ANTOJOS DE LA NIÑEZ
A
todos nos gustan los juegos de niño con mamá y papá.
Aquel
cuarto…
donde
los juguetes respiraban al ritmo de nuestro palpitante corazón
personajes
animados cómplices de tal desamor.
La
ventana que daba al jardín
hacía
penetrar colores nuevos, aroma de flores…
donde
huía la mirada y se perdía
sin
comprender a quien amaba.
Eran
nuestros héroes, nuestra magia,
como
sacados de un cuento,
de
libros de escudería…
se
encontraban en nuestras letras y caligrafía
en
algún sombrero de mago del que surgía cualquier chirigota…
y
si en algún momento desaparecían
ahí
estaba el hada que con su barita, en oro, todo convertía.
Nosotros
también teníamos esa magia guardada en un bolsillo
y
la herramienta para amarrar los clavos a cualquier mesa. Con un talante
exquisito,
el
llanto surgía,
era
sencillo
y
en un instante con nuestros padres en el bolsillo.
Mamá
cocinaba y en sí despertaba cualquier perfume de
la
cocina. Toda una intriga se desvelaba.
Peleábamos
por llevar su delantal, ponernos los guantes
y empezar a dibujar.
De
todo sabíamos y entre cacharros, huevos, harina y azúcar nos deleitábamos,
era
la carne cualquier excusa.
Las
manos nos revelaban aquel secreto y con los años
entenderíamos
que aquel amor no era ni más ni menos que un desengaño.
Después
del embrollo ya crecía el bollo y con asombro y sin mesura convertíamos
en
circo toda una cocina.
Mamá
era mía.
Todos
queríamos comprarla con la paga del
domingo
y
con el cambio aniquilar al hermanito.
Papá,
aquel ingrediente que nos sobraba al ir a la cama,
le
venderíamos al mejor postor.
Debíamos
aniquilar a papá con una sonrisa de arlequín
para
no dejar sospecha
y
si alguien preguntaba…
tal
vez fue la vecina que a menudo nos visitaba.
Emprenderíamos
nuestra primera aventura y en el destino, el abandono de nuestra madre.
¿Qué
habíamos hecho, nos habíamos portado mal?, pues mejor quedarse con el hermano
aunque tuviera que compartir, tampoco estaba tan mal.
Este,
el primer día de escuela, dados de la mano sin saber hacia donde nos
dirigíamos, emprenderíamos nuestro primer viaje de despedida.
Ya
llegábamos a nuestro destino, en un instante entre murmullos de los de antes,
rodeados
de
gigantes, nos acechaban y de enanitos temblorosos con el presagio de que viene
el lobo.
Todos
quisimos encontrar la moneda que nos librase de aquella pena, refugiarnos del
lobo y de aquel lodo de las sementeras.
Quisimos
cambiar el camino al rumbo de las
sirenas, comprar golosinas e ir a la feria.
Cambiar
de camisa al antojo de un día cualquiera, cambiar de legado, sumar más razones,
tirar de la falda a esa señora que todo lo sabe.
Anhelábamos
hablar, conversar y decirle al que sabe que nosotros también podemos odiarle.
Comer
en los tejados que dan al cielo
Reírnos
a carcajadas de cualquier chiste,
Escondernos
en los rincones de aquella tarde
Decirles
que un niño nunca recuerda que preguntó ayer.
Ya
las manos nos desvelaron aquel secreto…
ya
con los años entenderíamos
que
aquel amor no era ni más ni menos
el
amor de un tercero.
Esther
Núñez Roma