domingo, 2 de octubre de 2022

LA LUNA

 


LA LUNA

 

 Cuenta la historia que en aquel pasado

tiempo en que sucedieron tantas cosas

reales, imaginarias y dudosas,

un hombre concibió el desmesurado

proyecto de cifrar el universo

en un libro y con ímpetu infinito

erigió el alto y arduo manuscrito

y limó y declamó el último verso.

 

Gracias iba a rendir a la fortuna

cuando al alzar los ojos vio un bruñido

disco en el aire y comprendió, aturdido,

que se había olvidado de la luna.

 

La historia que he narrado aunque fingida,

bien puede figurar el maleficio

de cuantos ejercemos el oficio

de cambiar en palabras nuestra vida.

 

Siempre se pierde lo esencial. Es una

Ley de toda palabra sobre el numen.

No la sabrá eludir este resumen

de mi largo comercio con la luna.

 

No sé dónde la ví por primera,

si en el cielo anterior de la doctrina

del griego o en la tarde que declina

sobre el patio del pozo y de la higuera.

 

Según se sabe, esta mudable vida

puede, entre tantas cosas, ser muy bella

y hubo así alguna tarde en que con ella

te miramos, oh luna compartida.

 

Más que las lunas de las noches puedo

recordar las del verso: la hechizada

dragon moon que da horror a la balada

y la luna sangrienta de Quevedo.

 

De otra luna de sangre y de escarlata

habló Juan en su libro de feroces

prodigios y de júbilos atroces;

otras más claras lunas hay de plata.

 

Pitágoras con sangre (narra una

tradición) escribía en un espejo

y los hombre leían el reflejo

en aquel otro espejo que es la luna.

 

De hierro hay una selva donde mora

el alto lobo cuya extraña suerte

es derribar la luna y darle muerte

cuando enrojezca el mar la última aurora.

 

(Esto el Norte profético lo sabe

y tan bien que ese día los abiertos

mares del mundo infestará la nave

que se hace con las uñas de los muertos.)

 

Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna

quiso que yo también fuera poeta,

me impuse, como todos, la secreta

obligación de definir la luna.

 

Con una suerte de estudiosa pena

agotaba modestas variaciones,

bajo el vivo temor de que Lugones

ya hubiera usado el ámbar o la arena,

 

de lejano marfil, de humo, de fría

nieve fueron las lunas que alumbraron

versos que ciertamente no lograron

el arduo honor de la tipografía.

 

Pensaba que el poeta es aquel hombre

que, como el rojo Adán del Paraíso,

impone a cada cosa su preciso

y verdadero y no sabido nombre,

 

Ariosto me enseñó que en la dudosa

luna moran los sueños, lo inasible,

el tiempo que se pierde, lo posible

o lo imposible, que es la misma cosa.

 

De la Diana triforme Apolodoro

me dejo divisar la sombra mágica;

Hugo me dio una hoz que era de oro,

y un irlandés, su negra luna trágica.

 

Y, mientras yo sondeaba aquella mina

de las lunas de la mitología,

ahí estaba, a la vuelta de la esquina,

la luna celestial de cada día.

 

Sé que entre todas las palabras, una

hay para recordarla o figurarla.

El secreto, a mi ver, está en usarla

con humildad. Es la palabra luna.

 

Ya no me atrevo a macular su pura

aparición con una imagen vana;

la veo indescifrable y cotidiana

y más allá de mi literatura.

 

Sé que la luna o la palabra luna

es una letra que fue creada para

la compleja escritura de esa rara

cosa que somos, numerosa y una.

 

Es uno de los símbolos que al hombre

de el hado o el azar para que un día

de exaltación gloriosa o de agonía

pueda escribir su verdadero nombre.

 

Jorge Luis Borges

Cuadro: "Amanecer" de Claude Monet

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