AGRESIÓN DE LOS METALES
CONTRA el desierto espíritu del hombre
se alzan los metales
agresivos.
Estaban como cíclopes
enormes
sepultos en los claustros
de las minas,
soportando el volumen de
la tierra
y la concavidad de la
penumbra.
Eran la fragua súbdita del
fuego
y el zócalo central de la
potencia.
En las grietas volcánicas
del mundo,
hendido por violentas
claraboyas
y heridas de telúricas
batallas,
sentíase latir el
movimiento
de su confusa longitud
esclava.
Mirábanse sus hombros
oprimidos
bajo el peso de sales y de
rocas,
y el sólido contacto de
sus vértebras
enlazadas por nudos geológicos.
Y ciegos o con ojos entre
brumas
de perpendiculares
socavones,
se agitaban debajo de los
siglos
y al fragor de los grandes
terremotos,
como torpes criaturas
subterráneas
en busca de la vida
vertical.
El hombre descendió hasta
sus clausuras
a remover basálticos
olvidos.
Los sacó de las últimas
cisternas
para darles su misma
semejanza.
Quiso lavar de sus
arterias ocres
el polvo de los pétreos
catafalcos
y de las vegetales
ligaduras,
para que se mostraran con
la fuerza
de las transformaciones
primitivas;
con el silencio del abismo
abstracto
en la virginidad de las
miradas;
el azoro del ser que se
descubre
desnudo en el temblor de
la inocencia,
y la vitalidad de las
estirpes
que suben desde el fondo
de las formas
al clima de una nueva
creación.
Y aparecieron en la
superficie
con su rudimentaria
arquitectura
de bloques equiláteros y
masas
que la armonía mineral
esculpe.
Surgidos de los cúmulos
acuáticos,
manaban de sus filtros
arteriales
los zumos de las capas
cenagosas.
Con túnica de légamos y
riscos,
parecían oscuros
caminantes
que vuelven de caóticos
desiertos.
Despertaban de sueños sin
figuras
soñados en glaciales
laberintos,
y de sus cuarteaduras
inorgánicas,
punta de móvil claridad salía,
como tallo de luz en las
paredes
del cuarzo protector de la
esmeralda,
todavía cubierta con la
sombra
de las encarnaciones al
brotar.
TODO el color de la
existencia activa
iluminaba sus nocturnos
poros.
El azul de las aguas
temporales
que el frío acendra en
taumaturgos lagos.
Y otro azul diferente que no
existe
y a la distancia de las
pupilas toca
sin mostrarse jamás, como
el misterio
que defiende los ámbitos
del Sol.
Germán Pardo García
Cuadro: "El sueño dorado" de Miguel Oscar Menassa
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