ÚLTIMOS
ECOS
Terminada
la guerra,
el
saco familiar de historias tristes
se
abría en cada casa: personajes
que
para aquellos niños fueron sólo
un
nombre, un dolor vago en los retratos
explicados
en tardes de domingo
sin
luz eléctrica, que se morían
oscurecidas
como un gran desván.
Nuestra
alegría se desparramaba
por
todos los solares, con silbidos
que
en el crepúsculo se oían
mezclándose
al llamado de las madres.
Vuelvo
a la Escuela Nacional de Niños,
puedo
oír, en la calle sin aceras,
el
recreo en mitad de la mañana,
el
griterío y las rodillas sucias
tras
pelotas de trapos y cordeles.
La
calle polvorienta donde estuvo
con
su estucado gris y sus dos aulas,
sin
ningún patio ni jardín, mi escuela.
Pero,
de aquellos días queda, apenas,
el
frío anochecer
que
mi padre traía en el abrigo,
miedos
nocturnos, tardes
de
juegos en lejanas azoteas.
Y
la sombra de inviernos ferroviarios,
cuando
al alba mi madre iba alejándose
por
una calle oscura y solitaria
con
mi hermana cogida de la mano:
la
maestra y su niña hacia la escuela,
tapadas
con bufandas bajo el frío.
La
infancia transcurría sin pasado:
cometas
de papel en la alta tarde
y
canicas debajo de los muebles
y
aburrimiento de calcomanías
en
los días más fríos y lluviosos.
Mi
madre, con mi hermana, ya se alejan
en
un tren sin paradas que recorre
las
soledades de mi propio invierno.
Joan
Margarit
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