martes, 28 de febrero de 2023

SALVACIÓN POR EL CUERPO

 


SALVACIÓN POR EL CUERPO

 

 

¿No lo oyes? Sobre el mundo,

eternamente errante

de vendaval, a brisas o suspiro,

bajo el mundo,

tan poderosamente subterránea

que parece temblor, calor de tierra,

sin cesar, en su angustia desolada,

vuela o se arrastra el ansia de ser cuerpo.

 

Todo quiere ser cuerpo.

Mariposa, montaña,

ensayos son alternativos

de forma corporal, a un mismo anhelo:

cumplirse en la materia,

evadidas por fin del desolado

sino de almas errantes.

 

Los espacios vacíos, el gran aire,

esperan siempre, por dejar de serlo,

bultos que los ocupen. Horizontes

vigilan avizores, en los mares,

barcos que desalojen,

con su gran tonelaje y con su música,

alguna parte del vacío inmenso

que el aire es fatalmente;

y las aves

tienen el aire lleno de memorias.

¡Afán, afán de cuerpo!

 

Querer vivir es anhelar la carne,

donde se vive y por la que se muere.

Se busca oscuramente sin saberlo

un cuerpo, un cuerpo, un cuerpo.

 

Nuestro primer hallazgo es el nacer.

Si se nace

con los ojos cerrados, y los puños

rabiosamente voluntarios, es 

porque siempre se nace de quererlo.

El cuerpo ya está aquí; pero se ignora,

como el olor de rosa se le olvida

la rosa. Le llevamos

al lado nuestro, se le mira,

en los espejos, en las sombras.

Solamente costumbre. Un día,

la infatigable sed de ser corpóreo

en nosotros irrumpe,

lo mismo que la luz, necesitada

de posarse en materia para verse,

por el revés de sí, verse en su sombra.

Y como el cuerpo más cercano,

de todos los del mundo es este nuestro,

nos unimos con él, crédulos, fáciles,

ilusionados de que bastara

a nuestro afán de carne. Nuestro cuerpo

es el cuerpo primero en que vivimos,

y eso se llama juventud a veces.

 

Sí, es el primero y eran dieciséis

los años de la historia.

Agua fría en la piel,

zumo de mundo inédito en la boca,

locas carreras para nada, y luego,

el cansancio feliz. Tibios presagios,

sin rumbo el rostro corren,

disfrazados de ardores sin motivo.

Nos sospechamos nuestros labios, ya.

La primera soledad se siente en ellos.

¡Y qué asombrado es el reconocerse

en estas tentativas de presencia,

nosotros en nosotros, vagabundos

por el cuerpo soltero!

Alegremente fáciles,

se vive así en materia

que nada necesita, sino es ella,

igual que la inicial estrella de la noche,

tan suficientemente solitaria.

Así viven los seres

tiernamente llamados animales:

la gacela

está en bodas recientes con su cuerpo.

 

Pero luego supimos,

lo supimos tú y yo en el mismo día,

que un cuerpo que se busca

cuando se tiene ya y se está cansado

de su repetición y de su pulso,

solo se encuentra en otro.

¿Con qué buscar los cuerpos?

Con los ojos se buscan, penetrantes,

en la alta madrugada, ese paisaje

del invierno del día, tan nevado,

en el lecho se busca,

donde estoy solo, donde tú estarás.

La blancura vacía

se puebla de recuerdos no tenidos,

la recorren presagios sonrosados

de aquel rosado bulto que tú eras,

y brota, inmaterial masa de sueño,

tu inventada figura hasta que llegues.

 

Allí, en la oscura noche

cuando el silencio lo permite todo,

y parece la vida,

el oído en vela escucha

vaga respiración, suspiro en eco,

sospechas del estar un cuerpo al lado.

Porque un cuerpo –lo sabes y lo sé-

sólo está en su pareja.

Ya se encontró: con lentas claridades,

muy despacio.

¡Cómo desembocamos en el nuevo,

cuerpo con cuerpo igual que agua con agua,

corriendo juntos entre orillas

que se llaman los días más felices!

¡Cómo nos encontramos en el nuestro

allí en el otro, por querer huirlo!

Estaba allí esperándose, esperándonos:

un cuerpo es el destino de otro cuerpo.

 

Y ahora se le conoce, ya, clarísimo.

Después de tantas peregrinaciones,

por temblores, por nubes y por números,

estaba su verdad definitiva.

Traspasamos los límites antiguos.

La vida salta, al fin, sobre su carne,

por un gran soplo corporal henchidas

las nuevas velas:

atrás se cierra un mar y busca otro.

Encarnación final, y jubiloso

nacer, por fin, en dos, en la unidad

radiante de la vida, dos. Derrota

del solitario aquel nacer primero.

Arribo a nuestra carne transcorpórea,

al cuerpo, ya, del alma.

Y se quedan aquí tras el hallazgo

–milagroso final de besos lentos-,

rendidos nuestros bultos y estrechados,

sólo ya como prendas, como señas,

de que a dos seres les sirvió esta carne

-por eso está tan trémula de dicha-

para encontrar, al cabo, al otro lado,

su cuerpo, el del amor, últimos y cierto.

Ése

que inútilmente esperarán las tumbas.

 

Pedro Salinas

Cuadro: "El cuerpo de la fertilidad" de Miguel O. Menassa 

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