ODA A LA
ALEGRÍA
Penetramos,
¡oh
divina alegría! En tu santuario.
Schiller
Tu santuario,
¡oh, divina Alegría! Se eleva
Como la ola,
espuma de agua sobre las aguas
del mar,
arquitectura, cúpulas y arbotantes
de agua,
sosteniendo a la ola, agua pura.
Así, tú, de ti
misma te encrespas y susurras
soberana
recubres, transportas y atropellas…
tu glorioso
esplendor centellea en las playas,
en las mentes
y alientos, en latidos y gritos.
Tu ímpetu te
asemeja a la ola estruendosa.
La ola es un
suspiro, una risa radiante,
espuma de
poder rizada en espirales
que caen y se
levantan; caen por su propia fuerza,
su caer es
seguir para de nuevo alzarse,
es llevar
mantenida la impecable voluta
de gloria
geométrica –impulso y cumplimiento…
Así mismo es
tu fórmula. En el crisol fundidas
van pregunta y
respuesta, van petición y dádiva
fiel,
indivisibles, rimando con la dicha.
Breve en tu
eternidad ¡oh divina! En tu instante,
burbujas de la
sangre alzan tu alcázar, súbitas.
Con llamas de
la sangre inflaman tu edificio,
ígneas salas
de luz rosada, primavera
de sangre en
erección, en columnas y criptas
palpitantes,
en sótanos en donde aún la risa
no es
carcajada; es sólo tierno ovillo de sangre.
Tu, falena,
aleteas ¡divina! En el plafón
de tu
santuario, unánimes, galopan los caballos
con impulso
gemelo. Luz roja de la sangre
tiñe sus
blancos pechos, sus grupas afrodíticas.
El incienso,
en tu templo, lanza aromas de triunfo
que escapan de
las brasas en el botafumeiro
del corazón,
que exulta y golpea los muros
con el ritmo
del verso del himno a ti debido.
Canta y
prodiga notas que del oro no tienen
más que el
incorruptible sonido; cornucopia
que la sangre
acuñada por el deseo esparce.
Tu santuario
es aurora que despierta al dormido,
no hay que ir
paso a paso hacia tu umbral, te ciernes
o te inflamas
o estallas sobre el alma, y el ama
poseída por
ti, está en ti y en si misma…
Tu santuario,
¡oh divina alegría! Se eleva
sobre la roca,
torres, poterna puentes alzado
-la luz no
reverbera ni hace temblar las líneas-.
Silueta que
recorta la tijera de un niño
y pega en el
espacio del ocaso verdoso
-turquesa
exangüe, fija detrás del horizonte-
como ejercicio
de hábil constructor parvular.
El recuerdo,
artesano de inmarcesible infancia,
te edifica un
santuario de neta lejanía,
de planos
primitivos, sin ambiente, desnudos
arcos donde,
al pasar, pliega el Ángel las alas.
Muro, adarve,
atalaya, torre del homenaje
tu santuario
¡oh divina! Ahora es fortaleza
inexpugnable
–término trivial si roca fuese-,
inexorable,
puesto que solamente es brillo
del diamante,
del iceberg que flota como un templo
y los barcos
se estrellan contra él, si pretenden
orar bajo su
nave, que luz polar traspasa.
Como la ola es
agua, también es agua el témpano
más no ríe,
reluce con pristina fijeza
en un mundo
que niega a la vida el acceso.
Tu Templo es
el cristal, el prisma de carbono
purisimo, tan
puro, tan duro, invulnerable
al golpe del
martillo. Impasible a las lágrimas,
finge como
ellas, agua en quietud poliédrica.
Tú, lejos
refulgente, eres, puesto que fuiste…
pero la
estrada asciende hacia ti, ángulo agudo
en que
ruedan…rodamos los que jamás, jamás
nunca jamás
podremos llegar a los umbrales
de tu
santuario, nunca penetrar en tu aurora.
¡Nunca jamás!
Y siempre recordando tu rostro
como un bien
que tuvimos –la dracma inolvidable
que se busca a
la luz de un candil de memoria.
¡Y no querer
siquiera emprender el camino
hacia ti! ¡y
no dudar siquiera, grata duda
oculta entre
los velos de la desesperanza!
Y temer, ¡oh
terror! Que llegue al fin un día
en que, al oír
tu nombre, pregunte: ¿De quién hablan?
Rosa Chacel
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