EL ABUELO
Era una tarde, acercando
el otoño bajo la sombra de un olmo,
las risas de unos niños
corrían entre murgas y charangas,
dimanadas del festejo,
trajinando una cometa,
ante los ojos del abuelo,
fulgentes,
aún en la hondura
delineada de sus párpados
mirando su gesto de antaño
en el rostro terso
del que porteará su nombre
por los raíles del destino férreo.
Regalos se cruzan delante
de su tez
para una primavera
reverdecida,
que él, solo premiará con
unas monedas en un sobre.
El abuelo moldeó la tierra
y sus cosechas
alimentarían pucheros por doquier.
Dejó el grosor de su vida
entre sirenas de entrada y salida
en manufacturaciones que
abrigarían cuerpos desnudos,
y arroparían lechos
harapientos,
calentarían braseros a la
intemperie
y procurarían venturas
bajo techos forasteros.
Contribuyó a la
construcción de templos y catedrales,
a la cimentación de
honores entre comensales extraños
y a la fortificación de
holgadas patrias.
Formó parte de la dinastía
que empuñaría con fuerza
la lucha por una soberanía
entre multitudes,
la lucha por la libertad
humana entre páginas de fábula,
la lucha por sublimar la
voz de los afligidos,
la ecuanimidad de razas en
la distancia,
la cercanía de unas manos
entrelazadas
en la penumbra de la
miseria,
al latido acariciado por
la fortuna.
Compartió su mesa con
viajeros hambrientos,
amó con el vigor y el
fuego de su entraña.
Hoy sus manos temblorosas,
frágiles,
desgastadas por el tiempo
sólo sostienen un sobre
con unas monedas,
como entrega a sus días
bajo la sombra del olmo,
mientras ve otras
primaveras revoloteando,
alzando sus sueños
depositados en los colores de una cometa,
antes de empezar sus
mismas lides.
Un poema de Gloria Gómez Candanedo
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