RECOGE TUS PEDAZOS
A Susy
No, no lloro por ti
que ya cerraste “la tarde
y la mañana
en el último día de los
siglos”;
lloro por la niñita blanca
de dos viejos retratos;
esa de la que eras el
porvenir erróneo,
el presente negado por dos
veces en el reverso oscuro:
“A Olga, la que no fui”.
De pie, detenida en tu
paso frente a las pirotecnias de la luz,
¿qué te impidió llegar
hasta el columpio
que oscila entre las
nubes?,
¿quién te cruzó el camino
con una soga negra trenzada por
los perros del infierno?
¿y en quién recae ahora
esta desgarradura insoportable?
De frente y de perfil, la
indefensa sonrisa de estupor
a punto de nacer,
comenzabas tu inicuo
prontuario de inclemencias
con los brazos caídos
y una mano apoyada
levemente en el terciopelo que se va,
en la dulzura que huye.
¿Qué mirabas entonces tan
absorta
como si contemplaras
faunas desconocidas
en un torpe dibujo
indescifrable?
Tal vez vieras proyectarse
en el muro formas vertiginosas
del destino:
los vuelos insensatos de
la madre trazando cada vez
círculos más distantes,
unas sombras chinescas
creciendo
como monstruos
domesticados por el padre,
la confabulación de los
espejos
donde se ocultan siempre
las hermanas,
y al final el amor, el
laberinto ciego que lo confunde todo,
el puñado de polvo
brillando entre los dedos,
la sanción con el látigo,
la hoguera y el cuchillo.
Aún no lo sabías.
Aún eras una cinta
fulgurante detrás de la cometa inalcanzable
la niñita que gira como un
sol entre acacias,
coronada de lluvias
amarillas;
la intérprete del zorro,
de la piedrecita y de la hormiga;
la comensal de honor de
los conejos,
que desmigaja el pan junto
con su risa;
la que alza los ojos
azorados hacia la noche incomprensible
y tiembla entre las sábanas
cuando escucha la voz
de un dios desconocido
amenazando con el rayo.
Yo he visto a esa criatura
del pavor asomarse a tu cara
como si resurgiera desde
el fondo sombrío
hasta la superficie de las
aguas
para espiar otra vez entre
los listones del carruaje
una escena inaudita;
la veo todavía sacudirse
de nuevo en tus sollozos,
deslizarse en tus lágrimas,
mientras la mano atroz la
precipita
por la cuesta sin fin
contra el acantilado.
¿Dónde estaban los ángeles
insomnes?
¿dónde, la diligente
providencia?
Recoge los pedazos.
Yo te presto a mi abuela,
esa que ya querías
y que andará tan atareada
por todos los hospitales de los cielos.
Sabrá unir los fragmentos
con sus costuras invisibles,
con su santa paciencia.
Y deja que te conduzca en
tus dos tiempos hasta la que no fuiste, allá
donde se fusionan sin duda
los modelos del intenso deseo
con los borradores de las
frustraciones y la consumación.
Después, en un día
cualquiera, cuando te acuerdes, cuando quieras,
que puedas estampar tu rostro único en algún cristal que mire hacia este mundo,
aunque sea un instante;
aunque sea un instante
que yo pueda leer en el
reverso de la nube más alta:
“A Olga, la que ya soy”
Olga Orozco
Cuadro: "La Liseuse" de Henri de Toulouse-Lautrec
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