Muchas veces, en los
desvanes de la noche,
cuando la soledad se llena
de ratones que vuelan o escarban bajo el piso
para roer, tal vez, los pocos nudos que me
atan a este asilo,
busco a tientas la tabla
donde asirme o el lazo que todavía me retenga.
Entonces te adelantas,
aunque no sé quién eres,
sombra fugaz y sombra de mí
misma, mi sombra ensimismada,
sí, tú, la más cercana
pero la más extraña,
y siento que aún con tu
inasible custodia me confirmas un lugar en el mundo.
Pero ¿quién eres tú?, ¿quién
eres?
Quizás seas apenas como un
jirón de niebla
que copia dócilmente cada
pacto de mi sustancia con el tiempo,
como cree la luz;
o acaso estés aquí sólo
para testimoniar con tu insistente opacidad la culpa y la caída.
Compañía fatal o delatora,
yo sé que agazapada en un
rincón cualquiera de los sueños
permites que la muerte se
pruebe mi propio cuerpo cuando duermo.
Y no ignoro tampoco que
llegas desde el fondo de un abismo con alas de ladrona y escondes en tu vuelo
soles negros,
humaredas de infiernos
nunca vistos y recuerdos que zumban como enjambres.
Tu cosecha de ayer; tu
amenaza y promesa para hoy y mañana.
Sospecho que también me
has contagiado paredones roídos,
templos rotos, fisuras
dolorosas y escondrijos que dan al otro lado.
Pero también multiplicaste
a ciegas las visiones del amor que no muere,
y hasta te vi saliendo de
ti misma
y te vi propagarnos como
un eco, como a un temblor de luces hacia la eternidad, al paso de las aguas.
Sombra perversa y sombra
protectora, mi doble de dos caras.
Nunca tuve otra hija más
que tú,
y has hecho lo imposible
por parecerte a mí, en mi versión confusa,
aunque siempre aparezcas
embozada en anónima y ajena, peregrina envoltura.
Yo te confieso ahora,
mientras estoy aquí,
mientras aún me anuncias o
me sigues, no sé si como emisaria o como espía, que quienquiera que seas no
querría perderte entre otras sombras.
No me dejes entonces nunca
a solas con mi desconocida:
no me dejes conmigo.
Olga Orozco
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