ERA APACIBLE EL DÍA…
Era
apacible el día
y
templado el ambiente
y
llovía, llovía,
callada
y mansamente;
y
mientras silenciosa
lloraba
yo y gemía,
mi
niño, tierna rosa,
durmiendo
se moría.
Al
huir de este mundo, ¡qué sosiego en su frente!
al
verle yo alejarse, ¡qué borrasca la mía!
Tierra
sobre el cadáver insepulto
antes
que empiece a corromperse…, ¡tierra!
Ya
el hoyo se ha cubierto, sosegaos,
bien
pronto en los terrones removidos
verde
y pujante crecerá la hierba.
¿Qué
andáis buscando en torno de las tumbas,
torvo
el mirar, nublado el pensamiento?
¡No
os ocupéis de los que al polvo vuelve!
Jamás
el que descansa en el sepulcro
ha
de tornar a amaros ni a ofenderos.
¡Jamás!
¿Es verdad que todo
para
siempre acabó ya?
No,
no puede acabar lo que es eterno,
ni
puede tener fin la inmensidad.
Tú
te fuíste por siempre; mas mi alma
te
espera aún con amorosa afán,
y
vendrás o iré yo, bien de mi vida,
allí
donde nos hemos de encontrar.
Algo
ha quedado tuyo en mis entrañas
que
no morirá jamás,
y
que Dios, porque es justo y porque es bueno,
a
desunir ya nunca volverá.
En
el cielo, en la tierra, en lo insondable
yo
te hallaré y me hallarás.
No,
no puede acabar lo que es eterno,
ni
puede tener fin la inmensidad.
Mas…
es verdad, ha partido,
para
nunca más tornar.
Nada
hay eterno para el hombre, huésped
de
un día en este mundo terrenal,
en
donde nace, vive y al fin muere,
cual
todo nace, vive y muere acá.
Una
luciérnaga entre el musgo brilla
y
un astro en las alturas centellea,
abismo
arriba, y en el fondo abismo;
¿qué
es al fin lo que acaba y lo que queda?
En
vano el pensamiento
indaga
y busca lo insondable, ¡oh, ciencia!
Siempre
al llegar al término ignoramos
qué
es al fin lo que acaba y lo que queda.
Arrodillada
ante la tosca imagen,
mi
espíritu, abismado en lo infinito,
impía
acaso, interrogando al cielo
y
al infierno a la vez, tiemblo y vacilo.
¿Qué
somos? ¿Qué es la muerte? La campana
con
sus ecos responde mis gemidos
desde
la altura, y sin esfuerzo el llano
baña
ardiente mi rostro enflaquecido.
¡Qué
horrible sufrimiento! ¡Tú tan solo
lo
puedes ver y comprender, Dios mío!
¿Es
verdad que lo ves? Señor, entonces,
piadoso
y compasivo
vuelve
a mis ojos la celeste venda
de
la fe bienhechora que he perdido,
y
no consientas, no, que cruce errante,
huérfano
y sin arrimo
acá
abajo los yermos de la vida,
más
allá las llanadas del vacío.
Sigue
tocando a muerto, y siempre mudo
e
impasible el divino
rostro
del Redentor, deja que envuelto
en
sombras quede el humillado espíritu.
silencio
siempre; únicamente el órgano
con
sus acentos místicos
resuena
allá de la desierta nave
bajo
el arco sombrío.
Todo
acabó quizás, menos mi pena,
puñal
de doble filo;
todo
menos la duda que nos lanza
de
un abismo de horror en otro abismo.
Desierto
el mundo, despoblado el cielo,
enferma
el alma y en el polvo hundido
el
sacro altar en donde
se
exhalaron fervientes mis suspiros,
en
mil pedazos roto
mi
Dios, cayó al abismo,
y
al buscarle anhelante, sólo encuentro
la
soledad inmensa del vacío.
De
improviso los ángeles
desde
sus altos nichos
de
mármol me miraron tristemente
y
una voz dulce resonó en mi oído:
“Pobre
alma, espera y llora
a
los pies del Altísimo:
mas
no olvides que al cielo
nunca
ha llegado el insolente grito
de
un corazón que de la vil materia
y
del barro de Adán formó sus ídolos”.
Resalía
de Castro
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