LA LLAMA
Hoy comienzo a escribir
como quien llora.
No de rabia, o dolor, o
pasión.
Comienzo a escribir como
quien llora
de plenitud saciado,
como quien lleva un mar
dentro del pecho,
como si el ojo contuviera
toda
esa inmensa colmena que es
el firmamento
en su breve pupila.
Me enciendo por pasadas
plenitudes
y por estas presentes
enmudezco.
Lloro por tener cerca una
mujer,
por el agua de un monte
que suena entre cipreses
en un lugar de Grecia;
lloro porque en los ojos
de mi perro
hallo la humanidad, por la
arrebatadora
música que quizá no
merecemos,
por dormir tantas noches
en sosiego profundo
bajo el icono y en su luz
de oro,
y por la mansedumbre de la
vela,
que sólo es eso, llama.
Comienzo a escribir y
también la escritura
llora, porque respira y
quema, porque pasa.
Qué gran gozo sentirme
yo mismo esa palabra que
va ardiendo.
(Porque yo también ardo y
también paso.)
Contemplo una llama muy
quieta en la penumbra
de suaves jardines,
a la orilla de un mar
calmo y antiguo,
y me voy encendiendo con
la dicha
de saber que no existe
otra verdad
que no sea esa llama, es
decir,
la del amor que es don y
que es condena.
Son llamas las palabras y
son llamas los ojos,
que lloran sin llorar por
el ser que yo fui
(aquel fuego cansado que
temblaba
junto a otros jardines de
otro mar)
y por el ser que ahora está
mirando
fijamente una llama,
y que es, en soledad, la
llama más gozosa.
Antonio Colinas
Cuadro: "Relámpago cero" de Miguel O. Menassa
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