Me
ha traído para que escuche a su banda. Se sienta
en
un rincón
y
emboca el clarinete. Se inicia un jaleo infernal.
En
el exterior, un viento furioso y las trombas de agua,
entre
rayos, provocan cortes de electricidad
cada
cinco minutos. En el interior, en la oscuridad,
los
rostros están desconcentrados, al tocar de memoria
un
bailable. Con energía, mi pobre amigo
dirige
desde el fondo. Y el clarinete se contorsiona,
rompe
el sonoro bullicio, va progresando, se desahoga
como
un alma sola, en un silencio seco.
Con
excesiva frecuencia estos cobres de pacotilla están
abollados:
son
campesinas las manos que oprimen los trastes
y
obstinadas las frentes que apenas alzan la vista del suelo.
Miserable
sangre derrengada, exhausta
por
un exceso de fatigas, se nota cómo brama
en
las notas y mi amigo les dirige con dificultad,
él,
que tiene las manos encallecidas de golpear
con
un mazo,
de
servirse del acanalador, de destrozarse la vida.
Tiempo
ha que consiguió compañeros y tiene treinta años
solamente.
Pertenece
a la generación de después de la guerra, crecida
con
el hambre.
También
él acudió a Turín, para labrarse un porvenir,
y
encontró injusticias. Aprendió a trabajar
en
las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir
el
hambre de los demás con la propia fatiga
y
encontró injustificas por doquier. Intentó hallar sosiego
transitando,
soñoliento en la noche,
por
calles interminables, pero tan sólo vio millares
de
faroles
encendidísimos
sobre iniquidades: mueres roncas,
borrachos,
tambaleantes
muñecos extraviados. Había llegado a Turín
un
invierno, entre destellos de fábricas y escorias de humo,
y
sabía lo que era trabajar. Aceptaba el trabajo
como
un penoso destino del hombre. Mas, si todos
los
hombres
lo
aceptasen, reinaría la justicia en el mundo.
Pero
consiguió compañeros. Soportaba las largas parrafadas
y
tuvo que escuchar muchas, esperando el final.
Tuvo
compañeros. En sus casas tenían familias.
La
ciudad estaba totalmente rodeada por ellas. Y la faz
de
la tierra
estaba
cubierta por ellas. En su interior
sentían
desesperación suficiente para vencer al mundo.
Toca
con sequedad esa noche, a pesar de la banda
que
enseñó de uno en uno. No presta atención al fragor
de
la lluvia ni a la luz. El rostro severo
escruta
atentamente un dolor, mordiendo el clarinete.
Le
había visto esos ojos una noche en que, a solas
con
su hermano, diez años más triste que él,
velábamos
bajo una luz insuficiente. El hermano
investigaba
acerca
de un torno inútil por él construido.
Y
mi pobre amigo culpaba al destino
que
los había atado a la garlopa y a la maza,
para
alimentar a dos ancianos que no habían pedido.
De
repente gritó
que,
si la luz del sol arrancaba blasfemias
o
si el mundo sufría, no era por el destino:
la
culpa era del hombre.
Si,
por lo menos, pudiésemos irnos,
pasar
hambre en libertad, decirle que no
a
una vida que utiliza el amor y la piedad,
la
familia, el trocito de tierra, para atarnos las manos.
Cesare
Pavese
Cuadro: "Máscaras" de Miguel Oscar Menassa
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