jueves, 23 de noviembre de 2023

FUMADORES DE PAPEL

 


 FUMADORES DE PAPEL

 

 

Me ha traído para que escuche a su banda. Se sienta

en un rincón

y emboca el clarinete. Se inicia un jaleo infernal.

En el exterior, un viento furioso y las trombas de agua,

entre rayos, provocan cortes de electricidad

cada cinco minutos. En el interior, en la oscuridad,

los rostros están desconcentrados, al tocar de memoria

un bailable. Con energía, mi pobre amigo

dirige desde el fondo. Y el clarinete se contorsiona,

rompe el sonoro bullicio, va progresando, se desahoga

como un alma sola, en un silencio seco.

 

Con excesiva frecuencia estos cobres de pacotilla están

abollados:

son campesinas las manos que oprimen los trastes

y obstinadas las frentes que apenas alzan la vista del suelo.

Miserable sangre derrengada, exhausta

por un exceso de fatigas, se nota cómo brama

en las notas y mi amigo les dirige con dificultad,

él, que tiene las manos encallecidas de golpear

con un mazo,

de servirse del acanalador, de destrozarse la vida.

 

Tiempo ha que consiguió compañeros y tiene treinta años

solamente.

Pertenece a la generación de después de la guerra, crecida

con el hambre.

También él acudió a Turín, para labrarse un porvenir,

y encontró injusticias. Aprendió a trabajar

en las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir

el hambre de los demás con la propia fatiga

y encontró injustificas por doquier. Intentó hallar sosiego

transitando, soñoliento en la noche,

por calles interminables, pero tan sólo vio millares

de faroles

encendidísimos sobre iniquidades: mueres roncas,

borrachos,

tambaleantes muñecos extraviados. Había llegado a Turín

un invierno, entre destellos de fábricas y escorias de humo,

y sabía lo que era trabajar. Aceptaba el trabajo

como un penoso destino del hombre. Mas, si todos

los hombres

lo aceptasen, reinaría la justicia en el mundo.

Pero consiguió compañeros. Soportaba las largas parrafadas

y tuvo que escuchar muchas, esperando el final.

Tuvo compañeros. En sus casas tenían familias.

La ciudad estaba totalmente rodeada por ellas. Y la faz

de la tierra

estaba cubierta por ellas. En su interior

sentían desesperación suficiente para vencer al mundo.

 

Toca con sequedad esa noche, a pesar de la banda

que enseñó de uno en uno. No presta atención al fragor

de la lluvia ni a la luz. El rostro severo

escruta atentamente un dolor, mordiendo el clarinete.

Le había visto esos ojos una noche en que, a solas

con su hermano, diez años más triste que él,

velábamos bajo una luz insuficiente. El hermano

investigaba

acerca de un torno inútil por él construido.

Y mi pobre amigo culpaba al destino

que los había atado a la garlopa y a la maza,

para alimentar a dos ancianos que no habían pedido.

 

De repente gritó

que, si la luz del sol arrancaba blasfemias

o si el mundo sufría, no era por el destino:

la culpa era del hombre.

Si, por lo menos, pudiésemos irnos,

pasar hambre en libertad, decirle que no

a una vida que utiliza el amor y la piedad,

la familia, el trocito de tierra, para atarnos las manos.

 

Cesare Pavese

Cuadro: "Máscaras" de Miguel Oscar Menassa

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