“NO DICE NADA”,
“No
dice nada”, ¿Que no dice nada?
¿Qué
esos gorjeos, píos,
aurora
inmaculada de una voz,
y
sin pecado hablar, no dicen nada?
¿No
es nada esto
que
me tiene pendiente de su nada,
y
tales luces vierte hasta mi oído
que
antes estuvo ciego, y ya lo sabe?
Informes
sones son, alegres vísperas
de
formas, formas tristes.
Gorjeo
del hablar, estado edénico
de
una lengua que allá en un paraíso
hubo
antes de las lenguas,
que
nada mienta y las contiene a todas.
En
él le oigo
todo
lo que dirá
cuando
yo no le oiga,
como
lo diga entonces.
¿puede
decir ya más que esto que pía,
que
unos mayores llaman:
“No
dice nada”, si me colma así,
los
enteros deseos y me deja
transido
de saber que antes no supe?
Otros
la oirán más tarde
hablar
quebradamente, con palabras
sueltas,
y desgastadas,
de
aquello que su ser decir querría,
de
una vez, y certero, como ahora.
Entonces,
como
es mayor
ya
no sabrá, y a tientas,
con
farol de razón de turbio vidrio,
irá
buscando por la lengua –ruinas,
escorial
alfabético,
de
esta gran hermosura indivisible--,
este
decir total que ahora le oigo.
Ahora,
aquí
en este decir sin decir nada,
cabe
su ser cabal, su entera vida
lo
mismo que su carne, de ajustada,
a
la voz primeriza.
Sale
el acierto de la entraña niña,
y
sólo con su trabajo
y
de su aliento solo,
redondo,
entero,
en
que nada nos falta,
él
se lo dice y e lo dice todo.
Así,
rotundo, así debió decir
el
mundo Dios, al empezar a hablarlo.
Desde
arriba
una
sonrisa altísima, otro niño,
sobre
nosotros se estará inclinando,
sonriéndose,
riéndose,
de
ver cómo este niño nos engaña:
“No
dice nada”.
Pedro
Salinas
Cuadro: El grito de Edward Munch
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