EL BUEN SENTIDO
Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama
París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.
Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque
empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.
La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo
y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos
veces suyo por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me
dieran tanto sus ojos, justa de mí,
infraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo
no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor por ejemplo, el mayor, que es
tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de de su madre!
¡Fuerte porque yo he viajado mucho! ¡Fuerte porque yo he vivido más!
Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis
relatos de regreso. Ante mi vida de
regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza
y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella
noche fui dichosos. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.
--Hijo, ¡cómo estás viejo!
Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me
halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora
de mí, se entristece de mí ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo?
¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la
edad de ellos alcanzará la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se
acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi
tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!
Mi adiós
partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que
retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi
madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con
tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo.
--Hay madre, en el mundo un sitio que se llama
Paris. Un sitio muy grande, y muy lejano y otra vez grande.
La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos
mortales descienden nuevamente por mis brazos.
César
Vallejo
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