MUJERES
DEL MERCADO
Son
de cal y salmuera. Viejas ya desde siempre.
Armadura
oxidada con relleno de escombros.
Tienen
duros los ojos como fría cellisca.
Los
cabellos marchitos como hierba pisada.
Y
un vinagre maligno les recorre las venas.
Van
temprano a la compra. Huronean los puestos.
Casi
escarban. Eligen los tomates chafados.
Las
naranjas mohosas. Maceradas verduras
que
ya huelen a estiércol. Compran sangre cocida
en
cilindros oscuros como quesos de lodo
y
esos bofes que muestran, sonrosados y túmidos,
una
obscena apariencia.
Al
pagar, un suspiro les separa los labios
explorando
morosas en el vientre mugriento
de
un enorme raído monedero sin asas
con
un miedo feroz a topar de improviso
en
su fondo la última cochambrosa moneda.
Siempre
llevan un hijo todo greñas y mocos,
que
les cuelga ay arrastra de la falda pringosa
chupeteando
una monda de manzana o de plátano.
Lo
manejan a gritos, a empellones. Se alejan
maltratando
el esparto de la sucia alpargata.
Van
a un patio con moscas. Con chiquillos y perros.
Con
vecinas que riñen. A un fogón pestilente.
A
un barreño de ropa por lavar. A un marido
con
olor a aguardiente y a sudor y a colilla.
Que
mastican en silencio. Que blasfema y escupe.
Que
tal vez por la noche, en la fétida alcoba,
sin
caricias ni halagos, con brutal impaciencia
de
animal instintivo, les castigue la entraña
con
el peso agobiante de otro mísero fruto.
Otro
largo cansancio.
Ángela
Figuera Aymerich
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