EL BARRIO
Sueño despierta
y los pensamientos vencen
lo inanimado.
Me mantengo suspendida en
el abismo
donde las piedras pierden
su fragancia.
Yo a flote, la claridad
del agua
demarca el rostro vencido.
Desafiando a la muerte
amanece un nuevo día.
El aroma despierta inquietudes
de abrazos
añoranza de los besos,
el rostro habla en el
espejo
como el verso al que todos
pertenecemos.
Una tarde de domingo…
al fin estrenaría el
vestido de flores
prendido de infantil
aroma,
ya la mirada de mi padre
dio su aprobación.
En fila de a dos
marchamos,
advertidos que en la calle
todo muere,
asombrados por rayos de
sol
que dibujan líneas
intransitables
donde la transeúnte
algarabía
escondida detrás de una
sombra
resonará en la noche.
Esas tardes de domingo…
Arriba, en la terraza, la
de la falda larga
cantando mientras tiende
nostalgias de antaño.
En la tienda, el panadero
avivando con la masa entre
las manos,
moldeando a su amada, con
harina de simientes.
En la esquina de aquel
bar, leyendo el periódico,
el vecino del sombrero
pardo,
con su bigote y pipa
haciendo piruetas,
y la sospecha de que hoy
llueve.
Murmullo de aquellas
gentes…
el ladrido de un perro en
el funeral del día.
Aquel barrio no morirá
jamás
ya no nos pertenece
y se ha de vencer la
batalla
donde los soldados
conservan la misma firmeza.
No volveremos a salir en
fila de a dos
como colegiales asustados
después de una despedida,
ya los temores arrullados,
se desvanecieron.
Esas mañanas de domingo
estrenando el nuevo vestido,
la mirada de mi padre,
en fila de a dos,
la de la falda larga,
el panadero con sus
deseos,
el vecino del sombrero
pardo,
el murmullo del as gentes,
el ladrido de aquel perro
y la muerte que engalana
la ciudad sitiada de
recuerdos.
Mi padre y mi madre
abrazados en el funeral
del día…
y la muerte que nos
anuncia que sin ella
nada muere.
Esther Núñez Roma
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