LOS ANTOJOS DE LA
NIÑEZ
Todos recordamos juegos de
niño.
Aquel cuarto…
donde los juguetes
respiraban al ritmo
de nuestro palpitante
corazón
personajes animados
cómplices del desamor.
La ventana que daba al
jardín
hacía penetrar colores
nuevos,
aroma de flores donde huye
la mirada
y se pierde
sin comprender a quien
amar.
Los héroes, nuestra magia,
como sacados de libros de
escudería,
se hallaban en nuestras
letras y caligrafía
en algún sombrero de mago
del que surgía cualquier
chirigota
y si en algún momento desaparecían
ahí estaba el hada que con
su varita
en oro, todo convertía.
También teníamos esa magia
guardada en un bolsillo
y la herramienta para
amarrar los clavos a cualquier mesa,
con un talante exquisito,
el llanto surgía,
era sencillo
y en un instante, nuestros
padres en el bolsillo.
Mamá cocinaba y el perfume
de la cocina
una intriga desvelaba.
Peleábamos por llevar su
delantal,
ponernos los guantes y
empezar a dibujar.
De todo sabíamos y entre
cacharros, huevos, harina
y azúcar nos deleitábamos
era la carne cualquier excusa.
Las manos nos revelaban
aquel secreto
y con los años
entenderíamos que aquel amor
no era ni más ni menos
que un desengaño.
Después del embrollo ya
crecía el bollo,
con asombro y sin mesura
convertíamos en circo toda
la cocina.
Mamá era mía.
Todos queríamos comprarla
con la paga del domingo
y con el cambio aniquilar
al hermanito.
Papá, aquel ingrediente
que nos sobraba al ir a la cama,
le venderíamos al mejor
postor.
Le aniquilaríamos con una
sonrisa de arlequín
para no dejar sospecha
y si alguien preguntaba…
tal vez fue la vecina que
a menudo nos visitaba.
El primer día de escuela,
dados de la mano y sin
saber hacia dónde nos dirigíamos,
emprenderíamos nuestro
viaje de despedida.
Llegamos a nuestro
destino.
En un instante entre
murmullos de los de antes
y rodeados de gigantes,
el lobo nos acechaba.
Quisimos encontrar la
moneda que nos librase del miedo,
refugiarnos del lobo y de
aquel lodo de cementeras,
cambiar el rumbo de las
sirenas,
comprar golosinas en la
feria,
mudar la camisa al antojo
de un día cualquiera,
cambiar de legado, sumar
más razones,
tirar de la falda a esa
señora que todo lo sabe.
Anhelábamos hablar,
conversar,
comer en los tejados que
dan al cielo,
reírnos a carcajadas de
cualquier chiste,
escondernos en los
rincones de aquella tarde
y decirles
que un niño nunca recuerda
qué pregunto ayer.
Esther Núñez Roma
Del libro "Nombre de mujer"
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