martes, 24 de abril de 2018

LOS ANTOJOS DE LA NIÑEZ - Esther Núñez Roma


LOS ANTOJOS DE LA NIÑEZ


Todos recordamos juegos de niño.
Aquel cuarto…
donde los juguetes respiraban al ritmo
de nuestro palpitante corazón
personajes animados cómplices del desamor.

La ventana que daba al jardín
hacía penetrar colores nuevos,
aroma de flores donde huye la mirada
y se pierde
sin comprender a quien amar.

Los héroes, nuestra magia,
como sacados de libros de escudería,
se hallaban en nuestras letras y caligrafía
en algún sombrero de mago
del que surgía cualquier chirigota
y  si en algún momento desaparecían
ahí estaba el hada que con su varita
en oro, todo convertía.

También teníamos esa magia guardada en un bolsillo
y la herramienta para amarrar los clavos a cualquier mesa,
con un talante exquisito, el llanto surgía,
era sencillo
y en un instante, nuestros padres en el bolsillo.

Mamá cocinaba y el perfume de la cocina
una intriga desvelaba.
Peleábamos por llevar su delantal,
ponernos los guantes y empezar a dibujar.

De todo sabíamos y entre cacharros, huevos, harina
y azúcar nos deleitábamos
era la carne cualquier excusa.

Las manos nos revelaban aquel secreto
y con los años entenderíamos que aquel amor
no era ni más ni menos
que un desengaño.

Después del embrollo ya crecía el bollo,
con asombro y sin mesura
convertíamos en circo toda la cocina.

Mamá era mía.
Todos queríamos comprarla con la paga del domingo
y con el cambio aniquilar al hermanito.
Papá, aquel ingrediente que nos sobraba al ir a la cama,
le venderíamos al mejor postor.
Le aniquilaríamos con una sonrisa de arlequín
para no dejar sospecha
y si alguien preguntaba…
tal vez fue la vecina que a menudo nos visitaba.

El primer día de escuela,
dados de la mano y sin saber hacia dónde nos dirigíamos,
emprenderíamos nuestro viaje de despedida.

Llegamos a nuestro destino.
En un instante entre murmullos de los de antes
y rodeados de gigantes,
el lobo nos acechaba.

Quisimos encontrar la moneda que nos librase del miedo,
refugiarnos del lobo y de aquel lodo de cementeras,
cambiar el rumbo de las sirenas,
comprar golosinas en la feria,
mudar la camisa al antojo de un día cualquiera,
cambiar de legado, sumar más razones,
tirar de la falda a esa señora que todo lo sabe.

Anhelábamos hablar, conversar,
comer en los tejados que dan al cielo,
reírnos a carcajadas de cualquier chiste,
escondernos en los rincones de aquella tarde
y decirles
que un niño nunca recuerda qué pregunto ayer.

Esther Núñez Roma
Del libro "Nombre de mujer"

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