Allá
estarán las cosas todavía,
a
punto de no ser, contradiciéndose.
En
el hastío de las escaleras
y
en la resignación de las paredes
aún
seguirá creciendo aquella sombra
con
su sed de presagios inminentes.
Aquella sombra, ay, aquella sombra
fría
como la sal y como el verde.
Su
perfume inquietante, su leyenda
de
confidencias y de pareceres
caía
en el ramaje de mis hombros
con
la perseverancia de la nieve.
Yo
nunca tuve edad. Por eso entonces
crecí
en la medida de mi muerte
ante
la certidumbre del dolor
y
la presencia de lo inexistente
y
esa frialdad de las antiguas voces
sólo
atentas a sus atardeceres.
Dejadme
que imagine: allí quedaron
los
guantes amarillos del jinete,
el
crucifijo, las lamentaciones,
la
ácida vigilia de la fiebre.
(Consternación
que pudo perpetuarse
en
el mundo asombrado de mi frente.)
Yo
sé que quise huir de los espejos
deshabitados
insistentemente,
de
la cal angustiosa, de la fecha,
de
la persecución de los caireles,
de
sombras que llovían por los muros
lentas
como la miel, y amargamente.
Es
verdad que nací para estar triste
junto
a cualquier ventana, cuando llueve.
Pero
eso sí: guardadme mi silencio,
aquél
tan habituado a mis papeles,
desordenado
como las estrellas,
amigo
de mi voz, sencillamente.
No me llevéis a las habitaciones
donde
sollozan doloridos seres,
en
donde no podría habitar nunca
el
aire que respiran los juguetes.
Porque
no quiero ver anochecida
mi
propensión a los amaneceres.
María
Elena Walsh
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