EL CORAZÓN ES UN FRUTO SIN HUESO
He
visto descarrilar corazones
llenos
de mercancía fresca
y
jugosos años por venir.
Explotados,
diseminados
a
lo largo de acequias malolientes
junto
a verdes
vírgenes
sus
últimos latidos.
Mezclados
en tamaño
y
torsión
cavidades
color hueco
alzaban
sus
bocas abiertas al sol
pidiendo
sangre.
Corazones
estilo naipe
europeo,
afilados
y longevos
como
humo de fogata negra
y
oculta a la pasión.
He
visto corazones como
hígados
levógiros
llenos
de cicatrices del tiempo
no
vivido.
Roídos
por picotazos
corazones
sin alma
desnudos
de carcasa
caídos,
apisonados
por
las nubes
hechos
trizas, deshilachados
por
lluvia ácida.
Bajo
las piedras
más
pequeñas,
junto
a grandes rocas
he
descubierto
corazones
de marfil
impávidos,
anoréxicos
de sonrisa
pálidos
como la luz
del
faro en poniente.
Corazones
¡qué corazones!
inquietos
entre las manos
bailarines
entre
los dedos,
juguetones
de piel pomelo
y
caricia fresca,
lascivos
y atolondrados
corazones.
Pero
lo más impresionante,
lo
imborrable
--aparte
del corazón de mi madre—
lo
único por su esplendor
fue
entre
sedas y pétalos
de
claveles rojos
presenciar
la danza
-apex
ventricular—
girando
en esfera de reloj
una
sístole de
cintura
quieta.
Como
siete velos
bajando
por tu cadera
trémula,
como
la fiebre de mi piel
cuando
te acercas
y
besas mis ojos enamorados
y
besas de mis manos
las
palmas de hambre
y
sudor nocturno.
Ese
anónimo beso de puntillas
en
la sien,
esa
caricia
en
la columna abrochada
de
años y labranza,
ese
corazón de
cerca
y marea alta,
de
navío perdido
entre
muslos milenarios,
danzando
como indio ebrio
en
tu sexo virgen
cada
vez.
Carlos
Fernández del Ganso
De
“Diván de sueños”
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