PREPARATIVOS DE VIAJE
Unos
se
van quedando estupefactos,
mirando
sin avidez, estúpidamente, más allá, cada vez más allá
hacia
la otra ladera.
Otros
voltean
la cabeza a un lado y otro lado,
sí,
la pobre cabeza, aún no vencida,
casi
con
gesto de dominio,
como
si no quisieran perder la última página de un libro de aventuras,
casi
con gesto de desprecio,
cual
si quisieran
volver
con despectiva indiferencia las espaldas
a
una cosa apenas si entrevista,
más
que no va con ellos.
Hay
algunos
que
agitan con angustia los brazos por fuera del embozo
cual
si en torno a sus sienes espantaran tozudos moscardones azules,
o
cual bracearan en un agua densa, poblada de invisibles medusas.
Otros
maldicen a Dios,
escupen
al Dios que les hizo,
y
las cuerdas heridas de sus chillidos acres
atraviesan
como una pesadilla las salas insomnes del hospital,
hacen
oscilar como un viento sutil
las
alas de las tocas
y
cortan el torpe vaho del cloroformo.
Algunos
llaman con débil voz
a
sus madres,
las
pobres madres, las dulces madres
entre
cuyas costillas hace ya muchos años que se pudren las tablas del ataúd.
Y
es muy frecuente
que
el moribundo hable de viajes largos,
de
viajes por transparentes mares azules, por archipiélagos remotos,
y
que se quiera arrojar del lecho
porque
va a partir el tren, porque ya zarpa el barco.
(Y
entonces se les hiela el alma
a
aquellos que rodean al enfermo. Porque comprenden).
Y
hay algunos, felices,
que
pasan de un sueño rosado, de un sueño dulce, tibio y dulce,
al
sueño largo y frío.
Ay,
era ese engañoso sueño,
cuando
la madre, el hijo, la hermana
han salido con enorme emoción, sonriendo,
temblando, llorando,
han
salido de puntillas,
para
decir: ”¡Duerme tranquilo, parece que duerme muy bien!”
pero,
no: no era eso.
…Oh,
sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se duerme de una manera distinta…
Pero
todos, todos se quedan
con
los ojos abiertos.
ojos
abiertos, desmesurados en el espanto último,
ojos
en guiño, como una soturna broma, como una mueca ante un panorama grotesco,
ojos
casi cerrados, que miran por fisura, por un trocito de arco, por el segmento
inferior de las pupilas.
No
hay mirada más triste.
Si,
no hay mirada más profunda ni más triste.
Ah,
muertos, muertos, ¿qué habéis visto
en
la esquina cruel, en el terrible momento del tránsito?
ah,
¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo con el camión gris de la
muerte?
No
sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas,
de lentos cometas solitarios
hacia la torpe nebulosa inicial,
no
sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre,
una huella de
sangra inacabable,
ni
si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa cuando se descuajan los
orbes,
ni
si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la tristeza como un largo
perfume de enero,
ay,
no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz impenetrable.
Dios
mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante esos ojos que se quedaron abiertos?
Dámaso
Alonso
“Hijos
de la ira”
No hay comentarios:
Publicar un comentario