COLECCIÓN NOCTURNA
He vencido al ángel
del sueño, el funesto alegórico:
su gestión
insistía, su denso paso llega
envuelto en
caracoles y cigarras,
marino,
perfumado de frutos agudos.
Es el viento que
agita los meses, el silbido de un tren,
el paso de la
temperatura sobre el lecho,
un opaco
sonido de sombra
que cae como
trapo en lo interminable,
una repetición
de distancias, un vino de color confundido,
un peso
polvoriento de vacas bramando.
A veces su
canasto negro cae en mi pecho,
sus sacos de
dominio hieren mi hombro,
su multitud de
sal, su ejército entreabierto
recorren y
revuelven las cosas del cielo:
él galopa en
la respiración y su paso es de beso:
su salitre
seguro planta en los párpados
con vigor
esencial y solemne propósito:
entra en lo
preparado como un dueño:
su subsancia
sin ruido equipa de pronto,
su alimento
profético propaga tenazmente.
Reconozco a
menudo sus guerreros,
sus piezas
corroídas por el aire, sus dimensiones,
y su necesidad
de espacio es tan violenta
que baja hasta
mi corazón a buscarlo:
él es el
propietario de las mesetas inaccesibles,
él baila con
personajes trágicos y cotidianos:
de noche rompe
mi piel su ácido aéreo
y escucho en
mi interior temblar su instrumento.
Yo oigo el
sueño de viejos compañeros y mujeres amadas,
sueños cuyos
latidos quebrantan:
su material de
alfombra piso en silencio,
su luz de
amapola muerdo con delirio.
Cadáveres dormidos
que a menudo
danzan asidos
al peso de mi corazón,
¡qué ciudades
opacas recorremos!
Mi pardo
corcel de sombra se agiganta,
y sobre
envejecidos tahúres, sobre lenocinios de escaleras gastadas,
sobre lechos
de niñas desnudas, entre jugadores de foot-ball,
del viento
ceñidos pasamos:
y entonces
caen a nuestra boca esos frutos blandos del cielo,
los pájaros,
las campanas conventuales, los cometas:
aquel se nutrió
de geografía pura y estremecimiento,
ese tal vez
nos vio pasar centelleando.
Camaradas cuyas
cabezas reposan sobre barriles,
en un
desmantelado buque prófugo, lejos,
amigos míos
sin lágrimas, mujeres de rostro cruel:
la medianoche
ha llegado y un gong de muerte
golpea en
torno mío como el mar.
Hay en la boca
el sabor, la sal del dormido.
Fiel como una
condena, a cada cuerpo
la palidez del
distrito letárgico acude:
una sonrisa fría,
sumergida,
unos ojos
cubiertos como fatigados boxeadores,
una respiración
que sordamente devora fantasmas.
En esa humedad
de nacimiento, con esa proporción tenebrosa,
cerrada como
una bodega, el aire es criminal:
las paredes
tienen un triste color de cocodrilo,
una contextura
de araña siniestra:
se pisa en lo
blando como sobre un monstruo muerto:
las uvas
negras inmensas, repletas,
cuelgan de
entre las ruinas como odres:
oh Capitán, en
nuestra hora de reparto
abre los mudos
cerrojos y espérame:
allí debemos
cenar vestidos de luto:
el enfermo de
malaria guardará las puertas.
Mi corazón, es
tarde y sin orillas,
el día, como
un pobre mantel puesto a secar,
oscila rodeado
de seres y extensión:
de cada ser
viviente hay algo en la atmósfera:
mirando mucho
el aire aparecerían mendigos,
abogados,
bandidos, carteros, costureras,
y un poco de
cada oficio, un resto humillado
quiere trabajar
su parte en nuestro interior.
yo busco desde
antaño, yo examino sin arrogancia,
conquistado,
sin duda, por lo vespertino.
Pablo Neruda
Cuadro: "Poeta encandilado" de Miguel Oscar Menassa
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