A LA
MUJER DE LOS OJOS DE ACERO
He visto a una mujer de ojos
de acero
con un taje de novia hecho
jirones,
el gesto diluvial de un
aguacero,
habitante de antiguas
poblaciones.
Recuerdo bien el rostro de
esta anciana
en cuya helada casa estuve un
día:
mi juventud de entonces,
ni veía
el paisaje cruel tras la
ventana.
Un campo gris, adusto, casi
yerto,
cenicienta colina planetaria,
un árbol del que cuelga un
fruto muerto
y un cielo de tersura
temeraria.
La mujer removía su vestido
entre los brazos se los rotos
muros.
Salí de aquella estancia
convencido
de que mis ojos eran más
oscuros.
Porque la casa oscuramente
amuebla
un mobiliario herido de
carcoma,
armarios que contienen unas ropas
se niebla,
espejos en que el rostro de
un pobre niño asoma.
Y la cama de sábanas hostiles
donde han dormido ciegos
regimientos
que dejaron inútiles fusiles
encasquillados de
remordimientos.
Alguien sacude antiguos
reposteros
y descorre amarillos los
estores,
escribe en las paredes
nombres de prisioneros
y confía en los viejos
desertores.
Y la mujer de ojos de acero
mira
tras de las polvorientas
cristaleras.
El odio en sus estancias
nuevamente conspira
y huéspedes de llanto suben
sus escaleras.
Siempre hay dos en la casa de
esta mujer, habitan
dos seres siempre opuestos y
enfrentados.
La mujer sabe cuántas
miserias los concitan
y con ellas los tiene
sádicamente atados.
Hoy vuelvo a ver la casa de
esta vieja
mujer. Los que golpean su
postigo
olvidan que el rencor nunca
se aleja
y que ellos mismos son el
enemigo.
Leopoldo de Luis
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