A BLAS DE OTERO
Amigo
Blas de Otero: Porque sé que tú existes,
y
porque el mundo existe, y yo también existo,
porque
tú y yo y el mundo nos estamos muriendo,
gastando
nuestras vueltas como quien no hace nada,
quiero
hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo
de
este dolor que insiste en todo lo que existe.
Vamos
a ver, amigo, si esto puede aguantarse:
El
semillero hirviente de un corazón podrido,
los
mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas,
los
días cualesquiera que nos comen por dentro,
la
carga de miseria, la experiencia —un residuo—,
las
penas amasadas con lento polvo y llanto.
Nos
estamos muriendo por los cuatro costados,
y
también por el quinto de un Dios que no entendemos.
Los
metales furiosos, los mohos del cansancio,
los
ácidos borrachos de amarguras antiguas,
las
corrupciones vivas, las penas materiales...
todo
esto —tú sabes—, todo esto y lo otro.
Tú
sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo.
La
llama que nos duele quería ser un ala.
Tú
sabes y tu verso pone el grito en el cielo.
Tú,
tan serio, tan hombre, tan de Dios aun si pecas,
sabes
también por dentro de una angustia rampante,
de
poemas prosaicos, de un amor sublevado.
Nuestra
pena es tan vieja que quizá no sea humana:
ese
mugido triste del mar abandonado,
ese
temblor insomne de un follaje indistinto,
las
montañas convulsas, el éter luminoso,
un
ave que se ha vuelto invisible en el viento,
viven,
dicen y sufren en nuestra propia carne.
Con
los cuatro elementos de la sangre, los huesos,
el
alma transparente y el yo opaco en su centro,
soy
el agua sin forma que cambiando se irisa,
la
inercia de la tierra sin memoria que pesa,
el
aire estupefacto que en sí mismo se pierde,
el
corazón que insiste tartamudo afirmando.
Soy
creciente. Me muero. Soy materia. Palpito.
Soy
un dolor antiguo como el mundo que aún dura.
He
asumido en mi cuerpo la pasión, el misterio,
la
esperanza, el pecado, el recuerdo, el cansancio,
Soy
la instancia que elevan hacia un Dios excelente
la
materia y el fuego, los latidos arcaicos.
Debo
salvarlo todo si he de salvarme entero.
Soy
coral, soy muchacha, soy sombra y aire nuevo,
soy
el tordo en la zarza, soy la luz en el trino,
soy
fuego sin sustancia, soy espacio en el canto,
soy
estrella, soy tigre, soy niño y soy diamante
que
proclaman y exigen que me haga Dios con ellos.
¡Si
fuera yo quien sufre! ¡Si fuera Blas de Otero!
¡Si
sólo fuera un hombre pequeñito que muere
sabiendo
lo que sabe, pesando lo que pesa!
Mas
es el mundo entero quien se exalta en nosotros
y
es una vieja historia lo que aquí desemboca.
Ser
hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa.
Invoco
a los amantes, los mártires, los locos
que
salen de sí mismos buscándose más altos.
Invoco
a los valientes, los héroes, los obreros,
los
hombres trabajados que duramente aguantan
y
día a día ganan su pan, mas piden vino.
Invoco
a los dolidos. Invoco a los ardientes.
Invoco
a los que asaltan, hiriéndose, gloriosos,
la
justicia exclusiva y el orden calculado,
las
rutinas mortales, el bienestar virtuoso,
la
condición finita del hombre que en sí acaba,
la
consecuencia estricta, los daños absolutos.
Invoco
a los que sufren rompiéndose y amando.
Tú
también, Blas de Otero, chocas con las fronteras,
con
la crueldad del tiempo, con límites absurdos,
con
tu ciudad, tus días y un caer gota a gota,
con
ese mal tremendo que no te explica nadie.
Irónicos
zumbidos de aviones que pasan
y
muertos boca arriba que no, no perdonamos.
A
veces me parece que no comprendo nada,
ni
este asfalto que piso, ni ese anuncio que miro.
Lo
real me resulta increíble y remoto.
Hablo
aquí y estoy lejos. Soy yo, pero soy otro.
Sonámbulo
transcurro sin memoria ni afecto,
desprendido
y sin peso, por lúcido ya loco.
Detrás
de cada cosa hay otra cosa que es la misma,
idéntica
y distinta, real y a un tiempo extraña.
Detrás
de cada hombre un espejo repite
los
gestos consabidos, mas lejos ya, muy lejos.
Detrás
de Blas de Otero, Blas de Otero me mira,
quizá
me da la vuelta y viene por mi espalda.
Hace
aún pocos días caminábamos juntos
en
el frío, en el miedo, en la noche de enero
rasa
con sus estrellas declaradas lucientes,
y
era raro sentirnos diferentes, andando.
Si
tu codo rozaba por azar mi costado,
un
temblor me decía: «Ese es otro, un misterio.»
Hablábamos
distantes, inútiles, correctos,
distantes
y vacíos porque Dios se ocultaba,
distintos
en un tiempo y un lugar personales,
en
las pisadas huecas, en un mirar furtivo,
en
esto con que afirmo: «Yo, tú, él, hoy, mañana»,
en
esto que separa y es dolor sin remedio.
Tuvimos
aún que andar, cruzar calles vacías,
desfilar
ante casas quizá nunca habitadas,
saber
que una escalera por sí misma no acaba,
traspasar
una puerta -lo que es siempre asombroso-,
saludar
a otro amigo también raro y humano,
esperar
que dijeras -era un milagro-: Dios al fin escuchaba.
Todo
el dolor del mundo le atraía a nosotros.
Las
iras eran santas; el amor, atrevido;
los
árboles, los rayos, la materia, las olas,
salían
en el hombre de un penar sin conciencia,
de
un seguir por milenios, sin historia, perdidos.
Como
quien dice «sí», dije Dios sin pensarlo.
Y
vi que era posible vivir, seguir cantando.
Y
vi que el mismo abismo de miseria medía
como
una boca hambrienta, qué grande es la esperanza.
Con
los cuatro elementos, más y menos que hombre,
sentí
que era posible salvar el mundo entero,
salvarme
en él, salvarlo, ser divino hasta en cuerpo.
Por
eso, amigo mío, te recuerdo, llorando;
te
recuerdo, riendo; te recuerdo, borracho;
pensando
que soy bueno, mordiéndome las uñas,
con
este yo enconado que no quiero que exista,
con
eso que en ti canta, con eso en que me extingo
y
digo derramado: amigo Blas de Otero.
Gabriel
Celaya
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