UVAS
Aquella
tarde no se escuchaba el viento,
asomaban
atisbos de luna llena en el páramo,
las
uvas aún no habían sido recolectadas
y
la sombra de un viejo automóvil dibujaba la fachada
de
la casa de barro.
Aquella
tarde todos los latidos miraron al cielo
buscando
el destello que abriera la zanja del destierro
y
así desaparecer tras los campos arados.
Esperábamos
la vendimia rodeando la mesa de comensales absurdos,
las
miradas cómplices definían la aproximación de la tragedia,
no
había palabras, estaban heladas por lo aterido del paisaje
y
las manos paralizadas eran incapaces de sostener nuevos racimos.
Lo
rudo de la aldea se reflejaba en el atuendo
quisimos
huir a ciegas y de repente un nudo ahogaba la garganta
dificultaba
la respiración
y
la mirada atónita de la madre
delataba
el cruel destino de una infancia abocada al sollozo.
El
camino se llenó de espinas bajo las ropas de cuarteleros,
escondían
las sienes en sombreros alados
y
la mirada oscura tras cristales opacos reflectando el sol
no
dejaban ver el rostro.
Se
divisaba el caserón mugriento en el horizonte,
desconocido
a los ojos de la niñez,
se
elevaba la torre llorando estelas
sobre
la ciudad inclinada a los faros perdidos.
Aquella
tarde anunciaba el otoño sin llegar todavía
y
la huella en el calendario borraba la sonrisa
pidiendo
pan, sólo pan para el abrigo
de
los días adosados entre los muros,
en
medio del bosque,
mientras
se perdían en la vereda
las
uvas sin recolectar.
Gloria
Gómez Candanedo
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