PALABRAS DEL ADIÓS
Quizás podríais pensar que
fue una historia amable,
era lo que creían muchos
de sus allegados.
Es inevitable que
murmuren, decía él, y ella se calentaba
con el humeante bol donde
había cocinado el amor.
A veces él se atoraba en
una circunvolución e implacable
celaba la sonrisa con la
que ella saludaba al alba.
Incapaz de la mínima
cortesía, confundía su obstinación
con la mineralogía y se
empeñaba en reducir tiempo y espacio
a una pequeña perla marina
que colgaba, desafiante, de la cadena de su chaleco.
Las mañanas donde las
palabras sulfúreas horadaban su cuerpo
ella se quedaba atónita,
porque jamás había oído un roce de cadenas
y no podía imaginar gestos
intempestivos, así que renunciaba a sociedades benéficas
con el mismo amor propio
con el que había renunciado al adiós.
Cuando los vecinos miraban
de soslayo los colores púrpuras
que inundaban su piel les
hablaba de la moda del tatuaje
y de su inclinación a
tomar distancia de los remordimientos que corroen la ciencia.
Él saludaba a los hombres
con invertebradas frases en un tono de circunspecta afabilidad
y dirigía miradas lascivas
a las mujeres como le habían enseñado en su familia.
Era un hombre conspicuo.
Sentía predilección por los sublimados
y desconocía las ganancias
y pérdidas de una sosegada conversación.
Ella entretenía los años
con fantasiosas hazañas de muñeca inanimada
como durante siglos
hicieran las hembras bien nacidas
no vaya a ser que alguien
sospechara que podía desear.
Las diferencias
intolerables redujeron sus vidas a un pequeño cuarzo negro
-porque como ya había
dicho él era un amante de la mineralogía y sabía que el cuarzo negro contiene
el cúmulo de la sabiduría ancestral-.
Si bien los días pasaban
respetando estaciones era difícil,
en esas circunstancias,
que la primavera llamara a la puerta
porque no hay lugar en un
cuarzo negro para brotes de futuro.
Pero ella, con la fe
debida a un facultativo, se obcecaba
en creer las promesas de
su hombre, que sabía de música
porque siempre pulsaba la
cuerda precisa y la hacía vibrar.
Un día ella se animó a
decirle que se había enamorado
del esfenoides porque le
había prestado las alas que siempre deseó
que le permitirían viajar
para cultivar la tierra que florecía en primavera.
Esas fueron las palabras
del adiós.
Pilar Rojas Martínez
Del libro “Mujer de otoño”
No hay comentarios:
Publicar un comentario