miércoles, 1 de abril de 2015

Poema leído en la presentación "Mujer de otoño" de Pilar Rojas


PALABRAS DEL ADIÓS

Quizás podríais pensar que fue una historia amable,
era lo que creían muchos de sus allegados.
Es inevitable que murmuren, decía él, y ella se calentaba
con el humeante bol donde había cocinado el amor.

A veces él se atoraba en una circunvolución e implacable
celaba la sonrisa con la que ella saludaba al alba.
Incapaz de la mínima cortesía, confundía su obstinación
con la mineralogía y se empeñaba en reducir tiempo y espacio
a una pequeña perla marina que colgaba, desafiante, de la cadena de su chaleco.

Las mañanas donde las palabras sulfúreas horadaban su cuerpo
ella se quedaba atónita, porque jamás había oído un roce de cadenas
y no podía imaginar gestos intempestivos, así que renunciaba a sociedades benéficas
con el mismo amor propio con el que había renunciado al adiós.
Cuando los vecinos miraban de soslayo los colores púrpuras
que inundaban su piel les hablaba de la moda del tatuaje
y de su inclinación a tomar distancia de los remordimientos que corroen la ciencia.

Él saludaba a los hombres con invertebradas frases en un tono de circunspecta afabilidad
y dirigía miradas lascivas a las mujeres como le habían enseñado en su familia.
Era un hombre conspicuo. Sentía predilección por los sublimados
y desconocía las ganancias y pérdidas de una sosegada conversación.

Ella entretenía los años con fantasiosas hazañas de muñeca inanimada
como durante siglos hicieran las hembras bien nacidas
no vaya a ser que alguien sospechara que podía desear.

Las diferencias intolerables redujeron sus vidas a un pequeño cuarzo negro
-porque como ya había dicho él era un amante de la mineralogía y sabía que el cuarzo negro contiene el cúmulo de la sabiduría ancestral-.
Si bien los días pasaban respetando estaciones era difícil,
en esas circunstancias, que la primavera llamara a la puerta
porque no hay lugar en un cuarzo negro para brotes de futuro.
Pero ella, con la fe debida a un facultativo, se obcecaba
en creer las promesas de su hombre, que sabía de música
porque siempre pulsaba la cuerda precisa y la hacía vibrar.

Un día ella se animó a decirle que se había enamorado
del esfenoides porque le había prestado las alas que siempre deseó
que le permitirían viajar para cultivar la tierra que florecía en primavera.

Esas fueron las palabras del adiós.

Pilar Rojas Martínez
Del libro “Mujer de otoño”


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