VISIÓN DE PRIMAVERA
Este
domingo en flor de primavera
en
el verde reciente de los prados,
junto
al río, dormido en la ribera,
pastaba
el pastorcillo sus ganados.
Leía
en el librote con estampas
que
regaló a la madre del señor cura,
mientras
subía de las tierras campas
la
niebla matinal hasta la altura.
Y
era en el libro la maravillosa
rosa
de una visión de primavera,
Milagrosa,
la llama silenciosa,
y
milagrosa, el agua pasajera.
¡Y
el sol! El sol caía soslayado,
blondo
y trivial como un adolescente
que
por primera vez viese, azorado,
el
llanto enorme y la montaña ingente.
Un
mirlo en el seguro de algún chopo
silbaba
la canción de la leyenda.
Y
en la riba feraz hozaba un topo
el
oculto trazado de su senda.
Leía
el pastorcillo. Solamente
de
vez en vez cantaban las esquilas.
En
el río dormía la corriente
en
las aguas ahondas y tranquilas.
¡Oh,
el encanto del libro, que decía
que
la Blanca señora, entre las flores,
también
alguna vez se aparecía
a
los pobres y cándidos pastores!
Y
ebrio de sol, de río y de milagro,
por
almohadón el libro tan querido,
en
la sonora soledad del agro
el
pastorcillo se quedó dormido.
Y
tuvo un sueño
por
el cielo raso
navegaba
una nube diminuta,
que
dejaba prendidas a su paso
unas
claras estrellas en su ruta.
Y
venía hacia él, y se iba haciendo Mayor.
Y
era su paso el de la aurora.
¡Y
sobre ella venía, sonriendo
como
una blanca flor, Nuestra Señora,
En
sus brazos el niño Jesú Cristo,
y
unos ángeles rubios por cortejo!
(El
pastorcillo tal la había visto
en
las estampas del libro viejo).
Mas
la nube dorada ya cernía
su
gracia sobre el prado floreciente,
y
desde el claro cielo descendía
a
posarse en la hierba dulcemente.
Y
las vacas, dejando el pasto ameno,
recogidas,
devotas y asustadas,
doblegando
sus manos sobre el heno
humillaron
las testas encornadas.
Y
la blanca señora al muchachuelo,
que
estaba destocado y temeroso,
le
dirigió su voz, que era del Cielo
un
murmullo callado y melodioso:
<Tu
tienes estas vacas en el prado
terreno,
pastorcillo, pero no conoces
aquel
prado regalado
que
para mis amantes guardo yo>.
Allí
cantan los mirlos ciérnales
en
los copudos árboles de plata,
y
beben mis corderos recentales
la
blanca leche de la espesa nata.
¡Sube
conmigo al místico alborozo,
al
huerto de perenne primavera!
atónito
escuchaba el pobre mozo
volteando
en sus manos la montera.
Cuando,
indeciso, preguntó a María,
con
la voz matizada de ternura;
«¿y mis
vacas señora, no podría
subirlas
a ese prado de ventura?».
Se
sonrió maravillosamente
la
Virgen Santa y respondió que sí
y
el pastorcillo entonces, diligente,
todas
sus vacas congregó tras sí.
Y
entraron en la nube misteriosa
las
rojas, las marelas, las pintadas,
con
la mirada grande y vagarosa,
tañendo
las esquilas reposadas…
la
nube se elevó pausadamente,
llevada
por los vientos celestiales,
cruzó
el río de lánguida corriente,
y
navegó por el azul riente
hacia
los frescos prados eternales.
Se
levantó el retozo de la brisa,
para
el pastor, de amargo despertar.
Repicaban
la estrofa de la misa
a
coro las campanas del lugar.
Ya
el sol crecido por el campo ardía
matando
flores con sus besos rojos.
Y
lloró el pastorcillo que veía
la
soledad del campo ante sus ojos
y,
volviendo la vista a su ganado,
notó
la falta de la más querida
de
sus vacas… ¡pastaba en el cercado ajeno
yerba
fresca y prohibida!
Y
en su busca cruzó valles sombríos,
y
praderas en flor, y matorrales,
y
bosques hondos de árboles bravíos,
y
frescos y cantores manantiales.
¡Allí
estaba!... perdida en lejanía,
mordisqueando
los retoños tiernos,
y
volvió, sudoroso, al mediodía
sujetando
a su vaca por los cuernos.
Dámaso
Alonso
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