viernes, 13 de diciembre de 2019

UNA TARDE CUALQUIERA - Carlos Fernández





UNA TARDE CUALQUIERA

Por contar esta historia nadie podrá denunciarme
y sin embargo aún la recuerdo.
Acabábamos de hacer el amor, comencé a sonreír
y… ¡espera, espera!
Salió corriendo hacia mi despacho jadeante y descalza,
volvió con papel, bolígrafo, cerillas de madera
y mi pipa de cedro irlandés.
¡Escríbelo, escríbelo!

Yo encendía la pipa y doblaba las hojas apoyándome
sobre un libro de cuentos que me había regalado.

¡Estoy mareada, estoy muy sensible, eso que haces choca en mí contra un tope!
¿tú lo notas?
Ella hablaba susurrándome al oído temblorosa y despeinada.
No le prestaba atención, recordaba esos vaivenes
de su cuerpo sobe el mío abatido en la cama,
aplastado por la noria de sus movimientos,
deslizándose como un acordeón de dúctiles paredes,
enroscándose a la cintura, abrasando mi pecho a besos,
girando novena grados sobre el vientre
mirando a la ventana que daba al mar.

A ella le gustaba hacer el amor de esa manera,
sentada en cuclillas dándome la espalda
y plegada sobre sí misma en una especie de zeta
que absorbía todos los jugos corporales y
deshidrataba hasta el último rincón de mi sed de amor.

Yo elevaba las caderas,
ella se agarraba furiosa a mí… decía para no caerse.
La izaba al aire y ella caía cada vez más abierta
a mi verga endurecida con aromas de diosas
y brava como el viento de ultramar.

¡No puedo más, no puedo más!,
gritaba y susurraba canciones de protesta
y caían de sus cabellos plumas de pasión
y las escamas de su vientre creaban unas con otras
melodiosos ruidos que acompañaban el ronroneo del somier.

Mientras escribía, seguía mirándome temblorosa y desnuda,
jugando con sus manos entre  mis muslos abiertos.
¿Te doy un masaje? Es muy bueno para la piel
y revitalización del tono intestinal,
lo he leído en una revista en la “pelu”. ¡Ya verás!
No le respondía, sabía que lo haría con placer
y me hacía sentir como un árabe rodeado de palmeras.

Volvía a encender la pipa y continuaba escribiendo,
más empezaba a notar, fruto de sus masajes
un calor cuando rodeando el surco balano prepucial 
de forma tangencial y precisa empezó a deglutirme
y creí morir… Pensé que es una tontería fallecer
justo en ese momento, dejé de escribir
y cayéndonos en la alfombra llena de libros
comencé a contarle una historia:
“Conocí una vez a dos mujeres que inventaban
en mis sueños siempre una nueva historia,
me regalaban verbos y me hacía bailar de acento.
Yo remarcaba oblicuo, cercano a ellas, sin rozarlas
cada vocal abierta de sus caderas,
los lomos del viento cruzando en zigzag sus pechos,
cayendo a bocados en vírgenes colores,
mientras abría sus piernas en columpios de atardeceres.
Una leía poemas sentada en el suelo,
la otra dibujaba acentos en cada gutural sonido,
en el gemido de mi cuerpo sordo bailando,
transformándome en rasgo, apenas tilde del desencuentro”.

Aquella noche, víspera del regreso a mi país,
cambié su rostro de siempre,
tiré a la papelera hojas y tabaco añejos.
Ella secó de lágrimas su cuerpo sobre el mío
y le hice el amor como se ama a una mujer,
abarcándola en cada movimiento,
acompasando cada latido con briosos envites al vacío,
rescatándola de golpe contra la nada,
dejándome arrastrar como un él, como una ella,
confundido, desvariado, firme en la cima,
ondeando la piel, aspirando en cada grito y jadeo
de su voz toda la muerte y volviendo sobre
los puntos suspensivos desvirgándome ajeno a mí,
escribiendo en su piel y rostro, aquella tarde.

Decidió contarme su secreto, nunca había gozado,
no sabía volar y aterrizando en jirones de color,
se crispó en túneles sin paredes, abrió el manjar.
De ella tomé lo que corresponde,
palabras sin acentuar durante siglos,
mirada sin lágrimas en la voz del deseo
y aquella historia enmarcando el silencio.

Esta vez el viaje es camino y huella,
fue botón de destrucción
será hoja de rocío, agua del mañana y sencillo remolino.

Carlos Fernández del Ganso

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