LA
DICHA
No.
¡Basta!
Basta
siempre.
Escapad,
escapad; sólo quiero,
sólo
quiero tu muerte cotidiana.
El
busto erguido, la terrible columna,
el
cuello febricente, la convocación de los robles,
las
manos que son piedra, luna de piedra sorda
y
el vientre que es el sol, el único extinto sol.
¡Hierba
sana! Hierba reseca, apretadas raíces,
follaje
entre los muslos donde ni gusanos ya
viven,
porque
la tierra no puede ser grata a los labios,
a
esos que fueron, sí, caracoles de lo húmedo.
Matarte
a ti, pie inmenso, yeso escupido,
pie
masticado días y días cuando los ojos sueñan,
cuando
hacen un paisaje azul cándido y nuevo
donde
una niña entera se baña sin espuma.
Matarte
a ti, cuajarón redondo, forma o montículo,
materia
vil, vomitadora o escarnio,
palabra
que pendiente de unos labios morados
ha
colgado en la muerte putrefacta o el beso.
No.
¡No!
Tenerte
aquí, corazón que latiste entre mis dientes larguísimos,
en
mis dientes o clavo amorosos o dardos,
o
temblor de tu carne cuando yacía inerte
como
el vivaz lagarto que se besa y se besan.
Tu
mentira catarata de números,
catarata
de manos de mujer con sortijas,
catarata
de dijes donde pelos se guardan,
donde
ópalos u ojos están en terciopelos,
donde
las mismas uñas se guardan con encajes.
Muere,
muere como el clamor de la tierra estéril,
como
la tortuga machacada por un pie desnudo,
pie
herido cuya sangre, sangre fresca y novísima,
quiere
correr y ser como un río naciente.
Canto
el cielo, feliz, el azul que despunta,
Canto
la dicha de amar dulces criaturas,
De
amar a lo que nace bajo las piedras limpias,
Agua,
flor, hoja, sed, lámina, río o viento,
Amorosa
presencia de un día que sé existe
Vicente
Aleixandre
De
“La destrucción o el amor”
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