EL GOCE INTERRUMPIDO
Esperaba
el alba con fruición desesperada, como si las delicadas sábanas de hilo que
habían acogido su cuerpo en la noche se convirtieran, por un sortilegio que no
comprendía, en rudas ortigas que la instigaban a levantarse.
Su
gesto, adusto, de mujer laboriosa y dócil, no hacía sospechar la crueldad de su
determinación, la había cogido el gusto a limpiar por las mañanas. Enarbolando
un plumero volaba por la casa, silenciosa, como si sus pasos siguieran la
consigna que dirigía su brazo: no dejar rastro. Y convencida de que su gesta
sería reconocida algún día porfiaba con las pequeñas motitas de polvo que,
díscolas, insistían en posarse sobre los libros de la estantería.
Cuando
alguien reparaba en ella emprendía una brillante protesta alegando que, a causa
de tan laboriosa actividad, no podía dedicarse a obra de mayor provecho.
No
recordaba cuándo había comenzado esta afición suya, que tanto la extrañaba. De
pequeña peleaba con su madre, precisamente porque odiaba realizar una tarea tan
poco provechosa: mover el polvo de un lado a otro. Pero ahora, quizás por la
insistencia materna que la apremiaba continuamente, pasaba todas las mañanas
sacando brillo a los muebles, como a ella le gustaba decir, por si en alguna
ocasión, de improvisto, viniera una visita.
Y
no era baladí su cautela porque ella era algo bruja, como solía decir su
marido, y sabía que, tarde o temprano sucedería. Así fue, una mañana a la hora
del Ángelus sonó el timbre de la calle. El sonido agudo y reiterativo como de
cigarra en pleno agosto la desagradó profundamente. Esta coincidencia horaria
no presagiaba nada bueno, si bien, su desasosiego nada tenía que ver con que le
hubieran interrumpido las fantasías que estaba tejiendo y de las que no podía
decir mucho más, ya que ella, mientras limpiaba, tenía la mente en blanco.
Pilar Rojas
Del libro “Mujer de Otoño
No hay comentarios:
Publicar un comentario