CIUDAD DEL PARAÍSO
Siempre te ven mis ojos,
ciudad de mis días marinos.
Colgada de imponente
monte, apenas detenida
en tu vertical caída a las
ondas azules,
pareces reinar bajo el
cielo, sobre las aguas,
intermedia en los aires,
como si una mano dichosa
te hubiera retenido, un
momento de gloria, antes de hundirte
para siempre en las olas amantes.
Pero tú duras, nunca
desciendes, y el mar suspira
o brama, por ti, ciudad de
mis días alegres,
ciudad madre o blanquísima
donde viví y recuerdo,
angélica ciudad que, más
alta que el mar, presides sus
espumas.
Calles apenas, leves,
musicales. Jardines
donde flores tropicales
elevan sus juveniles palmas gruesas.
Palmas de luz que sobre
las cabezas, aladas,
mecen el brillo de la
brisa y suspenden
por un instante labios
celestiales que cruzan
con destino a las islas
remotísimas, mágicas,
que allá en el azul
índigo, libertadas, navegan.
Allí también viví, allí,
ciudad graciosa, ciudad honda.
Allí, donde los jóvenes
resbalan sobre la piedra amable,
y donde las rutilantes
paredes besan siempre
a quienes siempre cruzan,
hervidores, en brillos.
Allí fui conducido por una
mano materna.
Acaso de una reja florida
una guitarra triste
cantaba la súbita canción
suspendida en el tiempo;
quieta la noche, más
quieto el amante,
bajo la luna eterna que
instantánea transcurre.
Un soplo de eternidad pudo
destruirte,
ciudad prodigiosa, momento
que en la mente de un Dios
emergiste.
Los hombres por un sueño
vivieron, no vivieron,
eternamente fúlgidos como
un soplo divino.
Jardines, flores. Mar
alentando como un brazo que anhela
a la ciudad voladora entre
monte y abismo,
blanca en los aires, con
calidad de pájaro suspenso
que nunca arriba ¡Oh
ciudad no en la tierra!
Por aquella mano materna
fui llevado ligero
por tus calles ingrávidas.
Pie desnudo en el día.
Pie desnudo en la noche.
Lina grande. Sol puro.
Allí el cielo eras tú,
ciudad que en él morabas.
Ciudad que en él volabas
con tus alas abiertas.
Vicente Aleixandre
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