UN ROSTRO EN EL OTOÑO
La mujer del otoño llegaba
a mi ventana
sumergiendo su rostro
entre las vides,
reclinando sus hombros,
sus vegetales hombros, en las nieblas,
buscando inútilmente su
pecho resignado a nacer y morir entre dos sueños.
Desde un lejano cielo la
aguardaban las lluvias,
aquellas que golpeaban
duramente su dulce piel labrada por el duelo de una vieja estación,
sus ojos que nacían desde
el llanto
o su pálida boca perdida
para siempre, como en una plegaria que inconmovibles dioses acallaran.
Luego estaban los vientos
adormeciendo el mundo entre sus manos,
repitiendo en sus mustios
cabellos enlazados
la inacabable endecha de
las hojas que caen;
y allá, bajo las frías
coronas de invierno,
el cálido refugio de la
tierra para su soledad, semejante a un presagio,
retornada a su estela como
un ala.
Oh, vosotros, los
inclementes ángeles del tiempo,
los que habitáis aún la
lejanía
–ese olvido demasiado
rebelde-:
vosotros, que lleváis a la
sombra,
a sus marchitos ídolos,
eternos todavía, mi corazón hostil, abandonado:
no me podréis quitar esta
pequeña vida entre dos sueños,
este cuerpo de lianas y de
hojas que cae blandamente,
que se muere hacia
adentro, como mueren las hierbas.
Olga Orozco
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