EL CULTIVO DE LOS ÁRBOLES DE NAVIDAD
Hay muchas actitudes hacia
la Navidad,
algunas de las cuales
podemos desechar:
la social, la torpe, la
abiertamente comercial,
la juerguista (los bares
abiertos hasta medianoche)
y la pueril –que no es la
del niño
para quien la vela es una
estrella y el ángel dorado
que despliega sus alas en la
cima del árbol
es no un simple adorno, sino
un ángel.
El niño se embelesa ante el
Árbol de Navidad:
dejadle conservar ese
espíritu de admiración
ante la Fiesta en cuanto
evento no aceptado como pretexto;
de modo que el arrebato
centelleante, la maravilla
del primer Árbol de Navidad
recordado,
de modo que las sorpresas,
el deleite en nuevas posesiones
(cada cual con su peculiar y
emocionante olor),
la expectativa del ganso o
del pavo
y el esperado
sobrecogimiento ante su aparición,
de modo que la reverencia y
la alegría
no lleguen a olvidarse en la
experiencia posterior,
en el aburrido
acostumbramiento, la fatiga, el tedio,
la certeza de la muerte, la
conciencia del fracaso,
o en la piedad del converso,
que puede estar teñida de
arrogancia
desagradable a Dios e
irrespetuosa hacia los niños
(y aquí recuerdo también
con gratitud
a santa Lucía, su canción y
su corona de fuego):
de modo que antes del fin,
la octogésima Navidad
(entendiendo por
“octogésima” la última),
los recuerdos acumulados de
la emoción anual
puedan concentrarse en un
gran gozo
que será también un gran
temor, como en la ocasión
en que el temor desciende a
cada alma:
porque el principio nos
rememorará el final
y la primera venida, la
segunda venida.
Thomas Stearns Elliot
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